Redacción El País
Prometemos entrar a una red social “un ratito” y, sin advertirlo, el tiempo se evapora. Alternamos trabajo con mensajes, videos cortos y notificaciones que interrumpen cualquier intento de concentración. La psicología tiene un nombre para este fenómeno cada vez más extendido: popcorn brain, una metáfora que describe a un cerebro acostumbrado a impactos breves, constantes y difíciles de silenciar.
El término comenzó a circular a comienzos de la década de 2010, cuando especialistas empezaron a observar patrones persistentes de distracción asociados al uso intensivo de internet y redes sociales, sobre todo en adolescentes y adultos jóvenes. Según explicó Stefano de la Torre, director de la carrera de Psicología de la Universidad Científica del Sur, no se trata de un diagnóstico clínico, sino de una imagen clara de lo que ocurre cuando la mente pierde la capacidad de sostener la atención profunda tras una exposición prolongada a microestímulos digitales.
Un cerebro programado para la novedad
Desde una perspectiva evolutiva, el cerebro humano siempre buscó señales nuevas y recompensas rápidas. El problema es que ese mecanismo biológico hoy se encuentra con plataformas diseñadas para activarlo de forma permanente. Cada notificación, cada video que comienza sin ser solicitado y cada desplazamiento infinito disparan el circuito de la dopamina, el neurotransmisor vinculado a la motivación y al refuerzo de conductas placenteras.
La psicóloga Susan Albers, de Cleveland Clinic, señala que estas dinámicas no son casuales: las plataformas digitales replican una y otra vez el mismo esquema de recompensa inmediata. Con el tiempo, el cerebro aprende a recurrir a esa estimulación intensa para evitar sensaciones incómodas como el aburrimiento, el silencio o la espera. Así, lo lento empieza a percibirse como insuficiente y cualquier actividad que demande concentración sostenida —leer, escribir, conversar sin interrupciones— resulta pesada o poco atractiva.
La exposición constante a estímulos breves genera una hiperactivación del sistema dopaminérgico. Cada microrecompensa refuerza la búsqueda de la siguiente, incluso antes de que la anterior termine. Sin embargo, ese funcionamiento tiene un costo: la corteza prefrontal, encargada del control atencional y las funciones ejecutivas, comienza a resentirse.
Según De la Torre, las interrupciones repetidas debilitan las redes neuronales que sostienen la atención profunda. La psicoterapeuta Liliana Tuñoque, de Clínica Internacional, agrega que una de las primeras habilidades en deteriorarse es el control inhibitorio, es decir, la capacidad de resistir distracciones. Luego se ven afectadas la memoria de trabajo, la planificación y la flexibilidad cognitiva. El resultado es una mente más superficial, fatigada y dispersa, con dificultad para sostener ideas complejas o tareas prolongadas.
El popcorn brain en la vida cotidiana
El popcorn brain se hace visible en gestos comunes: revisar el celular sin motivo aparente, saltar de un video a otro, sentir ansiedad ante la falta de estímulos inmediatos o postergar tareas para volver a la gratificación rápida. También aparece en la dificultad para tolerar el silencio, en la inquietud constante y en la sensación de que todo aburre con rapidez.
Esta dinámica impacta en el rendimiento académico y laboral. Cada alerta funciona como un “tirón” de la atención, fragmenta el trabajo y aumenta la procrastinación. Con el tiempo, se asocia a mayor ansiedad, alteraciones del sueño y estados de ánimo más bajos. Además, afecta los vínculos: aunque las personas estén físicamente presentes, la atención dividida reduce la profundidad de la escucha y debilita la conexión emocional.
La buena noticia es que, gracias a la neuroplasticidad, el cerebro puede readaptarse. Tanto Albers como De la Torre coinciden en que estos patrones son en gran medida modificables si se crean las condiciones adecuadas. No se trata de “curar” el popcorn brain, sino de aprender a gestionarlo y recuperar gradualmente la atención sostenida.
Recalibrar la mente en un entorno acelerado
Entre las estrategias más recomendadas aparece el llamado “detox digital”: identificar conductas problemáticas —como revisar redes antes de dormir—, fijar objetivos concretos y sostenerlos al menos durante dos semanas para empezar a romper automatismos. Herramientas de la terapia cognitivo-conductual, como reconocer disparadores emocionales y sustituir el tiempo de pantalla por actividades placenteras no digitales, ayudan a reducir la urgencia de conexión.
También muestran buenos resultados las prácticas que combinan límites claros con organización del tiempo y atención plena. Localizar el uso del celular en momentos específicos, activar el modo “no molestar”, dejar el teléfono lejos durante tareas que requieren foco o aplicar métodos como Pomodoro facilita que la mente no salte de estímulo en estímulo. Cuando aparece la necesidad de desbloquear el dispositivo, respirar profundo, estirarse o caminar unos minutos puede ayudar a bajar la activación fisiológica.
El ejercicio físico regular, la lectura prolongada sin interrupciones y el mindfulness figuran entre las prácticas con mayor evidencia para fortalecer la corteza prefrontal. De la Torre destaca, además, la importancia de volver a familiarizarse con el aburrimiento, entendido no como un enemigo, sino como un espacio fértil para procesar ideas y emociones.
Hablar de higiene digital no implica desconectarse por completo, sino construir una relación más consciente con la tecnología. Los especialistas coinciden en que los cambios más eficaces son los pequeños y consistentes: evitar pantallas al despertar o antes de dormir, desactivar notificaciones innecesarias, definir espacios sin dispositivos y reservar bloques breves de trabajo profundo.
En base a El Comercio/GDA