Pilar Laborde*
Vivimos rodeados de mensajes que elogian la inmediatez y nos anuncian intensamente que “la vida es hoy, la vida es ahora”. Esta idea nos empuja a creer que todo debe resolverse en el instante, sin pausas ni demoras, sin tiempo para pensar si es lo que queremos o necesitamos.
Sin embargo, si nos detenemos a observar, la vida está hecha de esperas. Son esas esperas las que le dan sentido y profundidad a nuestra experiencia: esperar la llegada de un hijo, esperar que un bebé aprenda a caminar, a decir sus primeras palabras, esperar a que una comida esté lista o esperar a terminar un buen libro. La espera está llena de disfrute y nos enseña a valorar lo que sucede en el camino, no solo el resultado final.
El filósofo español Julián Marías hablaba de “la espera” como una condición esencial de la vida. Según él, cada etapa anticipa un cumplimiento, y mientras tanto, nos invita a desear, a buscar y a soñar con aquello que anhelamos. De este modo, esperar no significa quedarse quieto, sino vivir en búsqueda y con la certeza de que algunas cosas necesitan su tiempo para ser, para crecer, para aprender, para entender.
Hoy estamos inmersos en una cultura que premia lo inmediato. Lo rápido, lo instantáneo, lo que se consigue “ya” parece tener más valor que lo que requiere trabajo y esfuerzo. Parecería que no queremos esperar.
Esto influye también en cómo criamos y educamos a nuestros hijos: queremos que aprendan a leer enseguida, que sean buenos en todo desde el primer intento, que logren en meses lo que en realidad puede llevar años. Cuando eso no sucede, se puede caer en la comparación con otros, y aparece entonces la frustración.
La frustración no solo la sienten los niños; muchas veces somos los adultos quienes más la padecemos: porque nuestro hijo no avanza en un aprendizaje al mismo ritmo que sus compañeros, porque no logra destacarse como los demás, porque está necesitando ayuda para resolver ciertas situaciones.
Nos olvidamos que lo que no ocurre hoy o ahora, no significa que nunca vaya suceder. El desarrollo, como la vida, necesita tiempo.
Hay una historia que nos puede ayudar a entender algo sobre la espera, y es lo que pasa con el bambú japonés. Una vez plantadas sus semillas, y durante siete largos años no hay señales visibles de crecimiento. A simple vista, parece que nada ocurre. Quien es impaciente o inexperto, podría pensar que algo no anda bien.
Pero, al cabo de ese tiempo, la planta brota con mucha fuerza y puede crecer más de 10 metros en apenas unas semanas. Durante todos esos años, en el tiempo de espera, el bambú estuvo fortaleciendo sus raíces bajo tierra, preparándose para crecer firme y alto.
Con los niños pasa algo parecido, aunque a veces no veamos cambios inmediatos, en su interior están construyendo aprendizajes, emociones y recursos que, cuando estén listos, podrán desplegar.
Aceptar y disfrutar la espera es aceptar la vida misma, una vida hecha de tiempos, de pausas, de deseos que maduran y de logros que llegan después de recorrer un camino.
Cuando entendemos que la espera forma parte de crecer, estamos construyendo una de las bases más firmes para un adecuado desarrollo emocional y para una felicidad más plena y duradera.
Por eso, la frustración de que las cosas no sean inmediatas o no ocurran ya, nos enseña a a tolerar que no todo llega cuando queremos, a descubrir que el deseo se construye y que ser paciente da frutos.
También nos recuerda a los adultos, que acompañar a un hijo no es acelerar el proceso, sino confiar en él, sostenerlo y darle el tiempo necesario para que -como el bambú japonés-crezca fuerte, seguro y muy firme.
* Licenciada en psicomotricidad , Mag. en Psicología.
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