Pilar Laborde*
Cuando los niños entran en la etapa escolar -alrededor de los 5, 6 o 7 años-, su día a día empieza a llenarse de nuevas rutinas: vestirse solos, comer, bañarse y, por supuesto, asistir a la escuela. Este cambio de contexto, de estar en casa a pasar muchas horas en un aula, marca un momento importante en su desarrollo.
Desde el punto de vista del neurodesarrollo, en esta etapa se produce un avance importante: las distintas partes del cerebro empiezan a comunicarse mejor entre sí, lo que se traduce en mayor coordinación física y en la capacidad de pensar de forma más ordenada. Esto ayuda a que los niños puedan ir dejando atrás conductas propias de la primera infancia, como las actitudes más impulsivas o la dificultad para esperar.
Según el psicólogo Jean Piaget, entre los 7 y los 11 años los niños atraviesan una etapa donde ya no solo aprenden de lo que ven o escuchan, sino que también pueden razonar sobre situaciones concretas, resolver problemas y construir ideas propias basadas en lo que ya saben.
Por otro lado, la psicoanalista Anna Freud habló del juego como una vía de desarrollo. Para ella, hay una evolución que va desde jugar por placer hasta disfrutar por el logro de una tarea bien hecha. Por ejemplo, un niño que antes jugaba con bloques por diversión, ahora puede sentirse orgulloso por construir algo concreto. En esta transición, los niños empiezan a desarrollar habilidades muy importantes como la paciencia, el autocontrol y la capacidad de seguir un plan sin rendirse si algo no sale bien.
También desde el psicoanálisis, se plantea que esta etapa coincide con lo que se llama “período de latencia”. Es un momento en el que la energía emocional del niño empieza a orientarse hacia el aprendizaje, el vínculo con sus compañeros y con sus maestros. Ya no está tan centrado en su familia, y eso le permite ganar autonomía y afianzar valores que vienen de casa pero ahora se ponen a prueba fuera de ella.
Todo esto se refleja en lo que los especialistas llaman “ajuste psicológico”, un término que, en palabras más simples, tiene que ver con el bienestar general del niño. Se refiere a cómo maneja sus emociones, cómo se relaciona con los demás y cómo responde a las demandas del entorno. Cuando este ajuste se da de forma positiva, el niño puede adaptarse, crecer y aprender con entusiasmo. Pero si hay dificultades, pueden aparecer señales de alerta, como ansiedad, tristeza o conductas desafiantes.
En definitiva, la infancia escolar es una etapa clave. Es el momento en que el juego empieza a dar paso al trabajo, la curiosidad se transforma en ganas de aprender, y el mundo se amplía más allá de la familia. Acompañarlos con paciencia, comprensión y límites claros es esencial para que ese camino se transite con seguridad y bienestar.
Por eso es tan importante que familia y escuela trabajen de la mano. Estar atentos, disponibles, escuchar y acompañar con empatía cada etapa que transitan los niños es clave para su desarrollo integral. Se necesitan adultos presentes, que puedan entender sus cambios, sostenerlos en sus desafíos y celebrar con ellos cada pequeño avance.
*Psicomotricista, Mag. en Psicología Sistémica Familiar