No todo amor suma: algunos, (te) restan. Cuando una relación termina, no solo se acaba el vínculo: empieza el doloroso proceso de aprender a vivir con la ausencia. Si hay suerte, quedarán lindos recuerdos (aunque sean pocos), pero muchas veces uno querría borrar de la memoria lo ocurrido y, peor aún, recuperar quién era antes de esa historia.
Me refiero a esas relaciones en las que dejás de decir lo que pensás, cambiás la forma en que te vestís o aceptás cosas que antes te resultaban inaceptables, solo para evitar el conflicto. Y, para colmo, ni siquiera eso alcanza para que funcione. En esos desamores no solo desaparece la otra persona: también desaparecés vos.
No tengo la fórmula para que una relación dure para siempre (lamentablemente no existe), pero sí puedo hablar de cómo lograr que, dure lo que dure, no te pierdas en el camino. Para eso, hay que derribar una creencia muy instalada: la idea de que un amor con límites es un amor a medias.
El cine y las novelas románticas nos enseñaron que el máximo amor posible —el más puro— es el sacrificio. Darlo todo. Como si, para ser elegidos, no hubiera acto más grande que dejar de elegirse a uno mismo. Basta mirar hacia atrás en el propio árbol genealógico para encontrar ejemplos que parecen confirmarlo: vínculos dolorosos o marchitos que siguieron (o siguen) por los hijos, por el qué dirán o por cualquier otra razón… menos la más importante: el amor.
En el consultorio lo veo seguido: personas que se apagan, no de golpe, sino de a poco, como una vela sin aire. Dejan de decir lo que sienten para no molestar, aprenden a leer al otro antes que a sí mismas, y todo en nombre del amor. Como si amar, fuera lo mismo que resistir.
“Me siento vacía”, “ya no sé quién soy”, “me perdí en la relación”, son frases que escucho a diario. Lo que realmente dicen es: me dejé afuera tanto tiempo que ya ni sé cómo volver.
Un estudio del International Journal of Mental Health and Addiction lo respalda: las personas codependientes actúan como camaleones emocionales. Se adaptan en exceso, callan lo propio y priorizan al otro creyendo que eso es amar, cuando en realidad están borrándose a sí mismas. Y, cuando el otro se va, lo más difícil no es su ausencia, sino la propia: esa que fuimos construyendo mientras hacíamos malabares para retenerlo, descuidando lo nuestro.
Siempre toca recoger los pedazos antes de volver a intentar. Pero cuidado, porque si armás lo mismo la historia se repite. Y no porque Pedro y Juan —por ponerles un nombre— sean iguales, sino porque el guion es el mismo. Lo que se repite no son las personas, sino el papel que uno asume sin darse cuenta: la que cuida, la que aguanta.
La buena noticia: sí, se puede amar sin desaparecer. Solo hay que aprender a construir fuera del molde. Y esta vez, sostener lo propio incluso por encima del amor. ¿Qué es lo propio? Todo aquello que te mantiene en pie cuando el amor no alcanza: amigos, trabajo, tiempo para vos, hobbies. Porque si tu vida se sostiene sobre una sola pata, basta un movimiento para que todo se venga abajo.
-
Día mundial del hijo del medio: origen, significado y frases para celebrar este rol en la familia
Psicología: por qué a algunas personas no les gustan los animales y por qué no hay que juzgarlas
Cuatro hábitos simples para aumentar tu felicidad diaria: cómo pequeñas acciones transforman tu bienestar y propósito