Adultos que se comunican como niños: estrategias defensivas de la infancia que se repiten en el mundo adulto

Callar, actuar sin pensar y evitar son mecanismos aprendidos temprano para no enfrentar el dolor de fallar, desilusionar o toparnos con límites propios o ajenos.

Pareja discusión enojado
Pareja peleada.
Foto: Freepik.

Todos necesitamos sentirnos comprendidos, aunque muchas veces dejamos que un portazo, un grito o un silencio hable por nosotros. Y entonces lo inevitable sucede: no nos entienden. Esa incomprensión empobrece los vínculos, erosiona la confianza y, aun rodeados de personas, nos deja solos.

En 2023, un estudio publicado en la revista Nature halló que uno de cada cuatro adultos estadounidenses culpa del deterioro de sus vínculos a sus propias reacciones —aprendidas y naturalizadas— para afrontar momentos de adversidad: malos entendidos, gestos ambiguos y silencios que se llenaron de suposiciones.

La interferencia en la comunicación es un fenómeno muy común, aunque, por supuesto, no es sencillo reconocer que las estrategias defensivas que usábamos en la infancia —y que se repiten en el mundo adulto—, dejaron de “funcionar” y ahora, en cambio, solo generan problemas.

Imaginemos a Paula, 33 años, volviendo del trabajo agotada. Tira las llaves con ruidosa rabia, se encierra en el baño y sale en silencio. Desde la cocina Nico, su pareja, le pregunta si prefiere pasta o arroz para la cena. “Lo que quieras”, responde ella con cara de piedra y espera que él deje todo y le pregunte: “¿Qué te pasó hoy?” Pero como eso no ocurre, Paula sobreentiende que a Nicolás no le importa su malestar.

Más tarde, explota: “¿En serio no ves que estoy mal?”, dice ella. Ese mismo patrón se repite con sus amigas: deja de contestar mensajes para ver si alguien la busca. Cuando no lo hacen, confirma su hipótesis: “A nadie le importo”. Historias como estas, poco a poco, nos dejan solos y frustrados.

Esperar que nos busquen es algo que todos conocemos: de niños lo hacíamos cuando jugábamos a las escondidas.

Pareja
Pareja mirándose a los ojos.
Foto: Freepik.

En la versión adulta, el deseo es otro: ser encontrados para sentirnos queridos. ¿Por qué, entonces, cuesta tanto preguntar sin rodeos y evitar heridas innecesarias? Tal vez, porque queremos la confirmación de que nos quieren, pero tememos descubrir lo contrario. Para esquivar esa angustia jugamos a escondernos, confiando en que el otro adivine.

Así, fuimos creando defensas —callar, actuar sin pensar, evitar—, mecanismos aprendidos temprano para no enfrentar el dolor de fallar, desilusionar o toparnos con los límites propios y ajenos. La paradoja es cruel: en el intento de no sufrir, terminamos sufriendo más.

En psicología, a este fenómeno se lo conoce como “mecanismo de defensa”. Hay defensas “maduras” que logran metabolizar mejor la realidad y defensas “inmaduras” que suelen dañarla y tensar los vínculos: cuando empleamos mecanismos que son propios de la infancia, aunque ya seamos adultos. Lo mismo sucede con un chiste que se cuenta demasiadas veces, deja de generar efecto.

Al crecer, cambian los escenarios y con ellos también los vínculos y las responsabilidades. En la adultez los problemas son más complejos, pero, por suerte, también contamos con formas más sofisticadas de resolverlos. Quizás Paula creció en un entorno donde su enojo o su silencio eran interpretados como pedidos de ayuda: cuando se mostraba distante o molesta, alguien acudía a asistirla. Pero aquello que fue un recurso “eficaz” en la infancia, ahora la aísla.

La intolerancia a la frustración, la dificultad para aceptar lo distinto y la búsqueda desesperada de validación aparecen cuando repetimos trucos viejos: no es infantilización, sino defensas desactualizadas que se enquistan. Eso que ayer nos “salvó”, hoy nos enferma.

Por eso, no se trata de dejar de protegernos, sino de revisar el modo de hacerlo: actualizar estrategias y, en vez de abandonar defensas, ampliar el repertorio. Decir lo que nos pasa y pedir lo que necesitamos. Sin enigmas ni exámenes de amor. “A fin de cuentas, los adultos no son más que niños crecidos”, decía Walt Disney a mediados del siglo pasado. Cuánta razón tenía.

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