Desde el cielo se dibuja un paisaje en el que la geografía se enrosca como una serpiente de agua. El río Cachoeira zigzaguea con elegancia hasta fundirse con la inmensidad del océano Atlántico. Entre los reflejos se ve el puente que une las dos orillas de la ciudad. La pista del aeropuerto empieza a orillas del río, como si la naturaleza no quisiera cederle demasiado espacio al cemento. Así es llegar a Ilhéus, una ciudad que definitivamente no es un pequeño rincón perdido en el nordeste brasileño.
El vuelo desde San Pablo viaja lleno y, ya en tierra, el aeropuerto chico y casi hogareño contrasta con la locura de Guarulhos. Son las cinco y media de la tarde de un martes de mayo y, sin embargo, la noche ya se instaló. El calor húmedo, espeso, me recibe y no aflojará hasta el último día. El cambio de pesos uruguayos a reales hace que la visita resulte aún más atractiva para el turista y el destino propone una combinación perfecta entre mar, cultura, historia y sabores. No hay que pensar demasiado: todo se acomoda para disfrutar.
A pocos kilómetros hacia el sur, la ciudad se abre paso y empiezan a aparecer playas, amplias y tranquilas, que se alternan con reservas naturales y senderos selváticos. Pero el alma del viaje se revela cuando una ruta con trazado final de tierra conduce a una fazenda centenaria: Capela Velha do Cacau, en Uruçuca, una de las plantaciones más antiguas del estado y que cuenta con visitas guiadas. Fundada en 1890, se dedica a la producción de cacao especial, con una filosofía que prioriza la calidad por sobre la cantidad.
Allí, el fruto no se cosecha a destajo. En cada planta -renovada cada 35 años para conservar el esplendor de su producción- conviven frutos verdes y maduros, y solo el ojo humano puede distinguir el momento exacto en que el cacao debe ser retirado, antes de que se deteriore.
Las herramientas tienen nombres que suenan a poesía rural: el podão, para alcanzar las copas altas; el bicador, para evitar agacharse; el bodogo, una cuchilla que abre el fruto con precisión. La cáscara se descarta una vez al mes de forma controlada mientras que el interior guarda una pulpa blanca, ácida y perfumada, que da origen a productos como miel de cacao, jaleas con azúcar y miel, licores de sabor intenso y persistente. Todo elaborado en el mismo predio. En boca, el buen chocolate no miente: debe llegar al paladar en dos segundos, con sabor intenso y dejar un recuerdo que no se olvida.
Cincuenta años atrás, el cacao era el motor económico de Ilhéus. Luego la llegada de algunas plagas hizo lo suyo y hoy, un nuevo impulso productivo y turístico le devuelve su esplendor, con reconocimiento internacional incluido.
La ciudad, fundada hace 491 años, guarda huellas vivas de ese pasado en cada esquina. El centro histórico conserva la arquitectura del ciclo del cacao, con fachadas coloridas, iglesias majestuosas y adoquines en varias de sus calles. En una de ellas convertida en peatonal está la casa natal de Jorge Amado, el escritor que retrató como nadie las pasiones, contradicciones y miserias de esta tierra.
Amado hizo de Ilhéus un personaje más en su literatura, especialmente en Gabriela, clavo y canela, una novela que aún hoy late en la memoria colectiva del lugar. En esas mismas calles, la tradición bahiana también se celebra en la mesa: platos como el acarajé -hecho con porotos, camarones y aceite de dendê- evocan el legado africano que atraviesa toda la región.
A pocos pasos, otro ícono de la ciudad revive una historia peculiar. El Bataclan, un cabaret legendario que abrió sus puertas en los años veinte, fue durante décadas el sitio de encuentros -públicos y clandestinos- de los coroneles del cacao. Fundado por un potentado de la región y gerenciado por María Machado, el lugar ofrecía espectáculos de can-can y encuentros secretos disfrazados tras un almacén de cacao. “Lo que pasa en el cabaret, queda en el cabaret”, dicen con una sonrisa los guías que relatan su historia. Cerrado en 1946 por decreto presidencial, permaneció tapiado durante medio siglo. Restaurado y reabierto, el Bataclan es hoy un centro cultural que honra su historia, ofreciendo espectáculos y buena gastronomía sin perder la memoria de su época dorada y sus secretos.
Más allá de las luces del centro, otro tipo de experiencia permite entrar en contacto directo con las raíces más profundas del lugar. En la comunidad Taba Jairy, reconocida oficialmente como pueblo originario en 2009, el hijo del cacique -Airá Tupám su nombre indígena- recibe a los visitantes y comparte, con calidez y orgullo, la forma de vida del pueblo Tupinambá. Son 14 familias, 66 personas, que conservan tradiciones ancestrales de agricultura, pesca y medicina natural. Allí, Valda -esposa del cacique- trabaja con plantas medicinales y enseña el valor curativo de especies como la pitanga, buena para la tos, la guayaba, usada en shampoos fortalecedores, o el uba-uba, que ayuda a regular el azúcar en sangre. En las celebraciones, mujeres y hombres visten polleras hechas con cáscaras de biribá, se adornan con plumas de gavilán y collares de semillas.
Mientras algunas familias viven exclusivamente en la comunidad, otras combinan sus tradiciones con trabajos fuera del predio. La venta de paisaba, una planta nativa, a empresas locales les permite sostenerse. “No queremos más, no queremos menos”, dice uno de sus miembros, con una claridad que resume una filosofía de vida.
Después de una jornada intensa, entre plantaciones, relatos y ríos medicinales, el cuerpo pide descanso. Al sur de la ciudad, donde las playas se ensanchan y el ritmo baja aún más, el mar encuentra su brillo. En esa zona se despliega Cana Brava Resort, un alojamiento de gestión familiar que en 2017 reformuló su propuesta para ofrecer a cada visitante el confort que busca al salir de casa. Hoy es un all inclusive con salida directa al mar, amplias piscinas y servicios pensados especialmente para quienes viajan en familia. Recibe, en su mayoría, turistas de San Pablo, Minas Gerais y Bahía, aunque se prepara para conquistar también al público latinoamericano.
Ilhéus es todo eso: mar y cacao, historia y poesía, saberes antiguos y placeres simples. Un viaje sin sobresaltos, pero lleno de sentido.