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Libertad y despotismo

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Tras una larga serie de notas y obituarios publicadas luego de la muerte de Fidel Castro, queda la sensación de una amarga resaca. Sigue habiendo condescendencia hacia quien reinó en Cuba durante más de 50 años con mano férrea y que despreció la libertad y los derechos humanos de su pueblo.

Tras una larga serie de notas y obituarios publicadas luego de la muerte de Fidel Castro, queda la sensación de una amarga resaca. Sigue habiendo condescendencia hacia quien reinó en Cuba durante más de 50 años con mano férrea y que despreció la libertad y los derechos humanos de su pueblo.

Eso implica que persiste en algunos, una visión laxa y desdeñosa de la democracia.

Esa condescendencia, justificada por los más variados motivos, desnuda una fisura profunda e indisimulada respecto a como se valora el estado de derecho en quienes así se expresaron.

Ninguno de estos autores hubiera hecho un análisis sobre sombras y luces, errores y aciertos de regímenes como los de Augusto Pinochet en Chile, Jorge Videla en Argentina o los militares en Uruguay. Fueron dictaduras, cercenaron libertades y violaron derechos humanos. En consecuencia, los matices y los aciertos poco importan como tampoco importan en Cuba. Todos fueron dictaduras. Sin más vueltas.

¿Por qué, entonces, al dictador cubano sí se le admiten justificaciones que a otros no? Fue un dictador personalista, autoritario, fusiló opositores, cercenó libertades, asfixió a su pueblo y violó derechos humanos. ¿Cual es la diferencia?

Algunos apuntan a su supuesto ideal socialista, a la utopía que quiso construir, a la épica de su movimiento. Quienes defendieron y justificaron a Pinochet también creyeron que la suya era una historia épica que venía a revolucionar Chile y establecer una sociedad mejor. Tal ilusión nunca fue exclusiva de los fidelistas. El propio Francisco Franco, en España, tras una sangrienta guerra civil y la imposición de una dura dictadura que duró décadas, contó con seguidores entusiasmados con su proyecto. Las utopías no tienen signo y como se ejecutan por vías autoritarias, todas se parecen.

Se dice que mucha gente apoyó a Fidel. Más allá del miedo a disentir y del acarreo obligatorio a los grandes actos, fue sin duda popular. También, contra lo que algunos se rehusan a ver, Pinochet lo fue. Durante el régimen militar argentino, mucha gente no creía que en su país se violaban derechos humanos y adherían a la consigna “los argentinos somos derechos y humanos” o simplemente decían respecto a los desaparecidos: “algo habrán hecho”. Juan María Bordaberry no hubiera dado su golpe de estado sin el silencioso respaldo de una porción importante de la población. Aún así todas fueron dictaduras, como lo fue Cuba.

Por algo, como recordaron varios analistas, Uruguay, Argentina, Cuba y la Unión Soviética hicieron en aquellos años un frente compacto cuando la ONU investigaba la situación de derechos humanos en cada uno de esos países. Es que los estaban violando por igual.

El desprecio a toda dictadura viene acompañada del deseo que termine de una buena vez. A lo largo de la historia, algunas cayeron como resultado de alzamientos populares y la mayoría de ellas (como ocurrió en el Cono Sur) tras complejas negociaciones empujadas por una creciente presión de la gente. Lo cierto es que cayeron.

Por eso resultan, además de macabros, absurdos los festejos de los exiliados cubanos al enterarse de la muerte de Fidel Castro. Algo parecido sucedió en 1975 cuando los españoles en el exilio celebraron ruidosamente la muerte de Franco.

Ambos murieron en la cama, de viejos, y con el régimen dictatorial que implantaron en plena vigencia. Su muerte fue una forma de victoria porque su dictadura los trascendió. No había, entonces, nada que celebrar. Al contrario, para los disidentes solo quedó la frustración y la impotencia de no haber logrado que el tirano caiga antes de morir.

Me resisto pues a analizar luces y sombras de un dictador, cualquiera sea, porque en el fondo es un tipo de análisis que termina justificando y ofreciendo coartadas a regímenes que no las merecen.

Además demuestra poca convicción democrática lo cual debería alarmar. La pleitesía que la izquierda le rinde a Nicolás Maduro ya no es el capricho absurdo de un grupo político, es un problema para el país, cada vez más pegado a una dictadura. Para justificar los presos políticos en Venezuela, se usan los mismos argumentos que rechazaron cuando los usaba la dictadura militar. La presión de esa izquierda es tan insostenible que ante ella cede el presidente Tabaré Vázquez al punto que se ve obligado a reunirse, muy a su evidente disgusto, con Maduro en un encuentro que será humillante para Uruguay.

Esa es la cultura que se afianzó en estos años: una que va contra la libertad y la democracia. No es explícita, pero resurge cuando se rinde homenaje al fallecido dictador cubano o cuando hay que darle una mano al venezolano.

“La cuestión es solo entre la libertad y el despotismo” dijo Artigas. Lo afirmó con la contundencia que lo caracterizó. También sostuvo que había “jurado un odio eterno a toda clase de tiranía”. No titubeó ni marco matices respecto a despotismos mejores que otros. Durante décadas los uruguayos tuvimos eso claro. No ahora, cuando empiezan a surgir llamativas fisuras.

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Tomás Linn

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