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Noticias de fidel castro

SEGUIR Pablo Da Silveira Introduzca el texto aquí Mucha gente se escandaliza ante la actitud del gobierno uruguayo y de buena parte del Frente Amplio en relación a los terribles sucesos de Venezuela. Y sin dudas hay motivos para hacerlo. Una vez más, un gobierno del Frente Amplio nos pone en pésima compañía internacional y rompe con una larga tradición de defensa de la legalidad. El daño que le hace a la reputación del país es muy grave. Pero, en otro sentido, la cosa no debería causar asombro. Contra lo que algunos pretenden, la izquierda no ha sido una defensora histórica de los derechos humanos. Su embanderamiento con la causa es bastante reciente y más bien cosmético. No solo incorporó bastante tarde esa retórica de raíz liberal, sino que siempre la usó a conveniencia. No estamos ante una excepción sino ante la regla. La hostilidad doctrinal de la izquierda hacia la idea de derechos humanos empieza con el propio Marx. Los derechos humanos, dice Marx, son los derechos "del hombre egoísta, del hombre separado del hombre y de la comunidad. (…) Se trata de la libertad del hombre como mónada aislada, replegada en sí misma". Lo único que une a esos individuos es "la necesidad y el interés privados, la conservación de sus propiedades y de su persona egoísta". Lenin se encargó de sacar las conclusiones prácticas de este razonamiento. Si lo que importa es construir un orden colectivo que funcione como alternativa al egoísta orden burgués, entonces no hay razones morales para respetar los derechos humanos. Ya convertido en líder revolucionario, Lenin sostuvo que no es posible hacer revoluciones sin ejecuciones sumarias. Y no solo las ordenó a montones, sino que instaló la Cheka (la policía política secreta), los campos de trabajo forzado, el régimen de partido único, los medios de comunicación sometidos a control político y todo el instrumental del que se serviría el régimen soviético para imponer el terror. La idea de que Stalin fue una degeneración del impulso inicial de Lenin no resiste la menor confrontación con la evidencia histórica. Desde entonces, los regímenes que fueron considerados como modelos por la izquierda mundial se hundieron en una orgía de muerte y horror. Las víctimas de Stalin y de Mao se cuentan por decenas de millones. El régimen comunista de Pol Pot tiene el récord mundial de muertos en relación al total de población (mató a una cuarta parte de sus propios gobernados). Y luego están los países de Europa Oriental, Cuba, Nicaragua y otros ejemplos. Durante todo ese tiempo, los intelectuales y medios de comunicación de izquierda oscilaron entre festejar las matanzas y hacer extrañas contorsiones dialécticas para justificarlas. Mientras Stalin asesinaba y deportaba a millones, el comunista Pablo Neruda publicaba un poema atroz que dice: "Stalin alza, limpia, construye, fortifica, / preserva, mira, protege, alimenta, / pero también castiga. / Y esto es cuanto quería deciros, camaradas, / hace falta el castigo". Cuando el régimen de Fidel Castro destruyó política y humanamente al poeta Heberto Padilla, gran parte de la intelectualidad uruguaya dio a conocer una vergonzosa carta pública en la que aplaudía la represión. Lo raro no es, entonces, que un gobierno de izquierda tenga un tratamiento rengo y políticamente sesgado del tema de los derechos humanos. En todo caso, la buena noticia es que hoy haya muchos frenteamplistas incómodos o indignados.
SEGUIR Pablo Da Silveira Introduzca el texto aquí El gobierno representativo es una de las grandes innovaciones políticas de la modernidad. El proceso empieza en plena Edad Media y se consolida en el siglo XVII, con la instalación del "Parlamento largo" en Inglaterra. De allí nacen el Poder Legislativo tal como lo conocemos, los partidos políticos y las elecciones periódicas de representantes. Solo dos grandes pensadores políticos se opusieron a lo que estaba ocurriendo. Uno fue Hobbes. El otro fue Rousseau. Ambos veían a la diversidad de opiniones y a la competencia por el poder (es decir, a lo que hoy llamamos "pluralismo") como una patología a ser extirpada. En este sentido, Fidel Castro actuaba como su heredero cuando hablaba de "pluriporquería". Las alternativas que propusieron fueron muy diferentes entre sí. Hobbes apostaba a la monarquía absoluta. Rousseau esperaba que la unidad superadora del disenso surgiera de un régimen asambleístico similar a lo que hoy se llama "democracia radical de base" o, en algunas de sus versiones, "democracia deliberativa". Pese a esa enorme distancia, los dos fueron enemigos del gobierno limitado, es decir, apostaron a un ejercicio del poder político que no estuviera sujeto a controles. El modelo político propuesto por Rousseau no es fácil de entender. No quería que hubiera representantes, sino ciudadanos que decidieran por sí mismos al estilo de la antigua Grecia. Pero lo proponía en la Francia del siglo XVIII, donde vivían millones de habitantes. Eso abrió una larga discusión acerca de si estaba proponiendo un modelo a ser aplicado, o un ideal desde el cual evaluar la realidad. Pero el punto es que, aun si lo consideramos un ideal, se trata de uno muy problemático. Para Rousseau, el gran objetivo de la vida política es lograr que se exprese la "voluntad general". Ese concepto no es sinónimo de voluntad de la mayoría, sino de una voluntad mayoritaria que se expresa en ciertas condiciones. Una de ellas es la inclusión (todos los ciudadanos deben poder participar) aunque se trata de una inclusión que deja afuera a las mujeres. Otra es que exista la más amplia deliberación. Otra es que solo se delibere sobre temas generales. Otra es que la decisión favorezca el bien común. El problema con estas condiciones es que es difícil ponerse de acuerdo acerca de si se han cumplido o no. De modo que Rousseau termina proponiendo un criterio mucho más práctico: la mejor prueba de que la voluntad general se ha expresado es que la decisión tenga el respaldo de una mayoría amplia. Cuanto más fragmentada la opinión, más lejos estamos de la voluntad general. En una sociedad rousseauniana, los disidentes quedan desamparados frente a una mayoría que se siente expresión de la voluntad del pueblo. Peor aún, quedan bajo la sospecha de estar actuando en función de intereses particulares y de ser responsables de romper la unanimidad. Una mayoría que delibera en libertad no se equivoca. "Si la opinión contraria a la mía resulta triunfadora —dice Rousseau— eso solo prueba que yo me había equivocado". Por eso, "quien se niegue a obedecer la voluntad general será obligado a hacerlo", lo que significa que "se lo obligará a ser libre". La filosofía de Rousseau habla mucho de libertad, pero en los hechos proporcionó la justificación para el despotismo de una mayoría que decide sin límites y se vuelve un gobernante tan absoluto como el monarca de Hobbes.

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