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El Uruguay olvidado: un pueblo que creció a oscuras y cuyo cementerio se cierra con llave

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Municipio de Cañas, en Cerro Largo

CERRO LARGO

Cañas es una localidad de Cerro Largo en la que viven alrededor de 240 personas y que tuvo luz eléctrica recién en 2015.

El municipio de Cañas, en el departamento de Cerro Largo, fue creado en 2020 y está integrado por varias localidades de la zona: Montecito, Asperezas, Cañitas, Saldaña, Paso de la Armada, Sarandí de Barcelo, Cuchilla Cambota, Rincón de Moreira y Cañas.

De ellas, Cañas es la más poblada. Tiene entre 240 y 250 habitantes. Eso dice Victor Noda, alcalde del municipio que, como no sabía cuántas personas vivían en el pueblo, una tarde lo recorrió de punta a punta para hacer un censo. 

La sede de la alcaldía, sin embargo, está a unos siete kilómetros de Cañas, en Asperezas. Funciona en el local de una escuela que cerró por falta de alumnos. Es un edificio de un solo ambiente. Es, también, una de las primeras construcciones que se ven cuando se llega al pueblo por el camino vecinal desde la ruta 26 que va desde Meloa Río Branco, a la altura del kilómetro 25.

Alrededor de la alcaldía hay unas pocas casas, pasto, pinos que todavía se escurren la lluvia de los días anteriores, un caballo, algunas gallinas. Silencio. Son cerca de las diez de la mañana y todavía se ve la luna cuando llega un camión de la Intendencia de Cerro Largo que dice, en uno de sus lados, “Volver a sonreír”. En la cabina tiene dos puertas. Un hombre abre una de ellas, coloca una escalera blanca para poder subir. Otro hombre llega, sube, se sienta, se saca la boina, se recuesta y abre la boca. Un dentista joven lo revisa. El hombre se va. Llegan, después, cuatro mujeres en un auto. Entran de a una y hacen lo mismo: se sientan, se recuestan y abren la boca.

Víctor Noda, alcalde de Cañas
Víctor Noda, alcalde de Cañas. Foto: S. Gago

El odontólogo va al municipio una vez por mes y atiende a doce pacientes que se anotan llamando a La voz de Melo, programa de radio que llega a todo el departamento. Lo mismo sucede con el oculista. Y lo mismo con la doctora, que llega a la policlínica del pueblo una vez cada quince días: si hay una urgencia hay que conseguir un auto para ir hasta Melo, que está a 40 kilómetros.

A Víctor, que nació en Cañas y ahora vive a unos pocos kilómetros de allí, le pasó algunas veces. Una de ellas con un hombre, el viejo Silva, que se cayó de un caballo y se clavó un cuchillo en la nalga. Lo llevó a Melo pero ya había perdido demasiada sangre y murió mientras lo operaban. Otra fue con su padre.

“Se le estranguló una hernia y tenía problemas del corazón. Lo cargué en el auto. Fui a salir y él no aguantaba el traqueteo de los pozos. Tuvimos que ir un poco más suave y falleció en el camino. Ahora los caminos están bien, pero ya están poceados. Mañana lo primero que voy a hacer es un bacheo para tapar todos esos pozos, porque llovió estos días y se está desarmando”.

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El interior de la alcaldía es un espacio amplio y vacío, con un escritorio y un par de sillas en el que trabaja Soledad, funcionaria del municipio.

A Víctor, que trabajó como peón en una estancia y como guarda del ómnibus que tenía su madre, que se fue a una estancia en Arbolito, un pueblo cercano y después a Melo, que entró como maquinista a la Intendencia de Cerro Largo, que ganó la alcaldía por el Partido Nacional por cinco votos y que dice que como político le “falta cantidad”, no le gusta el trabajo de oficina. Prefiere subirse al camión que compró para el municipio y salir a arreglar los caminos, tapar los pozos, ayudar a los vecinos.

“La gente se va de Cañas porque no hay trabajo. Yo me fui a Melo por esa razón, después volví”, cuenta. “Antes había muchas estancias que contrataban a la gente del pueblo como peón, pero después la mayoría de las tierras se usaron para la forestación por parte de dos empresas grandes y la gente de acá no tenía ni idea de cómo trabajar en eso. Por suerte después una de las empresas hizo unos cursos de motosierrista y de manipulación de herbicida y fertilizante”.

Cañas es, quizás, un pueblo que todo el tiempo se está armando, rearmando, construyéndose, reparándose. No tuvo luz eléctrica hasta 2015. Y después, recién, cuando instalaron en la escuela, llegó Internet. Y llegaron los celulares. Y cambiaron todas las lógicas. Antes, dice Victor, cuando él era niño, había tres teléfonos en todo el pueblo. Uno estaba en su casa.

“Si alguien quería comunicarse con un vecino, llamaba a mi casa, decía ‘avísele a Fulano que en dos horas lo llamo desde Melo’ y mis hermanos y yo salíamos en la bicicleta a avisarle que iban a llamarlo”. Antes, dice Victor, el pueblo se alumbraba con faroles a gas y con velas. Incluso después de 2015 hubo varias casas que siguieron igual: “Muchas personas tenían miedo de morirse electrocutadas y demoraron tiempazo en instalar la luz eléctrica”.

Cañas es, quizás, un pueblo que todo el tiempo se está armando, rearmando, construyéndose, reparándose. Tiene una escuela a la que asisten 32 alumnos y en la que trabajan dos maestras, una comisaría con un solo policía, una capilla que fue construida por dos vecinos del lugar, un almacén, un complejo de viviendas de Mevir, un cementerio privado que siempre está cerrado con llave.

Víctor quiere comprar un terreno para ampliar las viviendas. Quiere, también, que en ese predio se pueda construir una nueva sede para la alcaldía, un invernáculo, una sala velatoria y un cementerio público. Enterrar a los últimos dos muertos del pueblo fue un problema.

“A un muchacho que murió en verano lo tuvimos que velar en el galpón de un vecino. Y a la última señora la llevaron al cementerio, pero la camioneta quedó enterrada y tuvieron que caminar dos kilómetros cargando el cajón”.

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Escuela de Cañas
Escuela de Cañas. Foto: S. Gago

El hombre más viejo de Cañas se llama Ricardo Terra y, esta mañana está sentado afuera terminando de limpiar el caparazón de un tatú. Tiene 92 años y una rodilla lastimada que hace que se queje al caminar. Vive en una casa de material, techos de chapa y pisos de tierra y tiene un naranjo que le da sombra. Ricardo se para a saludar. Extiende la mano. Ofrece lugar para sentarse. Insiste en mostrar el interior del hogar en el que crió a sus ocho hijos: es una sola pieza en la que hay una cama de dos plazas, una estufa eléctrica, una radio que no termina de sintonizar, una mesada, una olla sobre el piso con la carne del tatú que será el almuerzo, una imagen de Justin Bieber colgada en una de las paredes, una de caballos y oscuridad.

—Don Terra, ella es una periodista que está conociendo el pueblo. ¿Le puede contar cómo cambió?
—Yo estuve siempre acá. El pueblo ahora está completamente mejor. Antes esto no era nada. Cuando me crié no había nada. No había agua ni cocina, hacíamos el fuego en el suelo. Cuando apareció la primera cocina en el pueblo fuimos todos a verla. Yo toda la vida trabajé en estancias como peón. Y el pueblo siempre estuvo oscuro. Después vino la luz y cambió todo.

Ricardo Terra y su hija Sofía
Ricardo Terra y su hija Sofía. Foto: S. Gago

Uno de los cuatro perros que caminan alrededor de Ricardo entra a la casa y agarra el tatú que está en la olla. Él se ríe. Sofía, una de sus hijas, que vive en una casa lindera y siempre está pendiente de él, lo reta, se lo saca, lo devuelve a la olla.

“Yo siempre estuve acá”, repite Ricardo. “¿Ve toda esa vista que hay atrás de mi casa? Esa vista siempre ha sido mía. ¿No se quieren llevar unas naranjas de regalo, tenemos naranjas de sobra”.

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