Esa "actividad improductiva", pero con potencial emancipador: ¿tenemos tiempo para pensar?

Como dice el "filósofo pirata" español Amador Fernández-Savater “pensar es no entrar en provocaciones”, conviene considerar dos aspectos decisivos: las condiciones y las compañías.

Mujer pensando
"Pensar es no entrar en provocaciones", dice Amador Fernández Savater
Foto: Archivo El País

J. Eduardo Sierra Nieto - The Conversation*
El protagonista de la novela Fahrenheit 451, Guy Montag, recurre a su antiguo profesor en busca de orientación. Tras una charla sobre el destino de los libros -que en su mundo son perseguidos y quemados- su maestro le dice que si bien en su época disponen de mucho tiempo libre, carecen de algo sustancial: tiempo para pensar.

Transcurridos más de 70 años de la publicación, podemos preguntarnos si nuestra sociedad no tendrá algo de lo que anticipaba Ray Bradbury. ¿Tenemos oportunidades para ejercitar el pensamiento?

Podríamos abordar la cuestión, analizando cómo optimizar nuestro tiempo con miras a liberar parte de la jornada para la reflexión.

No hay más que mirar nuestros celulares, donde las aplicaciones se ordenan sobre la base de su productividad. A priori, diferentes ámbitos se benefician de una tecnología que dice compartir el objetivo de hacernos la vida más provechosa. Sin embargo, al representar los quehaceres como tareas, le damos un tratamiento discutible a esa misma vida.

Según la RAE, una tarea es “un deber” o “un trabajo que debe hacerse en tiempo limitado”. Visto así, vivir se convierte en una interminable lista de deberes o trabajos que aspiran a ser resueltos. Y aunque el sentido común tiende a hacernos creer que una mejor gestión del tiempo nos liberará la agenda para dedicarnos a otros asuntos (entre ellos, al pensamiento), el propósito de actuar eficazmente se convierte en un fin tiránico en sí mismo.

Fijémonos en el descanso. Monitoreamos las horas de sueño, hasta el punto de que la “siesta reponedora” o los sueños lúcidos son tendencias ¡que nos ponen deberes para dormir!

Cuantificar todas las expresiones vitales para convertirlas en datos parece imperativo. Los cuerpos se convierten en “algo sobre lo que intervenimos” y no “aquello que somos”.

Esta tendencia se ve alimentada por la exposición constante sobre las vidas que otras personas llevan. Esto nos implanta la sensación de que siempre nos perdemos algo. Y es que ansiamos experimentar a cada rato vivencias significativas, dejando escaso espacio al aburrimiento.

Al respecto se ha referido el filósofo Byung-Chul Han con sus tesis acerca del sujeto que se explota a sí mismo en el camino por pulir y monetizar el propio talento. A esto se añade el crecimiento de los libros de autoayuda, convertidos en un boom editorial. Pero también la filosofía clásica parece haber entrado en esta deriva; sorprende el éxito reciente del pensamiento de autores como Marco Aurelio, cuyos preceptos han sido orientados hacia algunas de las ideas que aquí estamos discutiendo.

Byung-Chul Han
Byung-Chul Han.

Parar

Para tratar de frenar este ritmo de vida, es aconsejable abandonar las formas automáticas. Aunque hasta el tiempo de pausa está dominado por esta lógica cuantificadora.

La idea misma de parar no goza de mucho crédito. En el imaginario la vida plena es la vida (híper) activa; un mecanismo que debe mantenerse siempre conectado. Así nos convertimos en colaboracionistas del imperativo del rendimiento de manera orgánica. Desde ese ángulo, la pausa es la cara opuesta de la actividad y rara vez interpretamos que vivir a otro ritmo sea una opción deseable, al decir de Carmen Martín Gaite.

También interpretamos la falta de actividad como haraganería; por ejemplo, cuando usamos el adjetivo ocioso cuando nos referimos a alguien que no tiene que cumplir obligaciones. La inactividad es percibida como algo que remediar; y quien se muestra por mucho tiempo inactivo, resulta sospechoso de ser vago.

¿Qué es pensar?

Cuando Faber advierte a Montag de su sociedad no ofrece tiempo para pensar, parece decirle que está compuesta por individuos que actúan como si sus decisiones fuesen instrucciones cargadas en sus cerebros que simplemente ejecutan. Todo parece previsto de antemano y no hay ni oportunidades, ni artefactos culturales (como libros) para cuestionarse nada.

Sobre ese escenario, pensar está relacionado con la autoposesión, así como con cierta forma de resistencia. Tiene que ver con la capacidad para disentir, construyendo modos alternativos de ser y coexistir. Pero el estado de permanente agitación mental provocado por llevar vidas sometidas a la productividad, nos disuade de pensar en esos términos.

Pese a su potencial emancipador, pensar es un verbo con mala prensa. Suele asociarse a una actividad fatigosa y poco gratificante, relacionada con una imposición externa. Asimismo, es habitual vincularla con la historia de vida estudiantil, en demasiados casos tediosa y repetitiva. El pensamiento resuena como una actividad para la que no todo el mundo está capacitado, como si existiera un reparto desigual de las inteligencias.

Sin embargo, si como dice Amador Fernández-Savater “pensar es no entrar en provocaciones”, conviene considerar dos aspectos decisivos: las condiciones y las compañías.

Comencemos por las condiciones. Pensar requiere atención y esta, a su vez, demanda pasividad: dejarse decir por algo del mundo -o por alguien- para ver cómo nos conmueve o sacude. Releer un libro o rever una película son dos actividades que, según se miren, pueden resultar una fructífera experiencia o una total pérdida de tiempo. Aunque quizá se trate de eso: de sustraernos a la utilidad para dejar que pasen las horas.

Sigamos con las compañías. En Fahrenheit 451, la esposa de Montag trataba de convencerle de que las actrices y los actores que se proyectaban en las invasivas paredes-pantalla ¡eran su familia! Sin embargo, ese artificio no convencía al protagonista, quien estaba ávido de vínculos. La historia acabará dándonos a conocer a una comunidad de resistentes organizados para memorizar libros antes de que desaparezcan. Así es como Montag encuentra, además de la compañía de los propios libros, la de otros seres humanos junto a quienes conversar.

Pensar, leer, estudiar
Mujer piensa mientras sostiene un libro.
Foto: Freepik.

¿De regreso a la escuela?

Desde el comienzo hemos adoptado la forma latina de tiempo libre: la palabra ocio (otium). Sin embargo, esta no estuvo originalmente ligada a la otra cara del tiempo productivo. Se refería a ideas como distracción, quietud o reposo. El ocio era, entonces, un tiempo libre consagrado al estudio.

Si seguimos el rastro de las palabras, descubrimos que escuela tiene un origen parecido. Aunque a nuestros días ha llegado a través de la forma latina schola, esta es un préstamo del griego clásico skholè, que significa tiempo libre. Filósofos de la educación reivindican esta raíz para pensar la escuela no solo como itinerario dirigido a la inserción en el mundo del trabajo, sino como tiempo dedicado a pensar como una actividad con valor en sí misma.

Para concluir, podemos reflexionar sobre si la pregunta inicial (de dónde sacamos tiempo para pensar) no estará ya respondida gracias a la existencia de escuelas, institutos y universidades. ¿Y si al mirar las horas de clase desde esta perspectiva, descubrimos que ese es el propósito del estudio: posibilitar las condiciones y brindar las compañías adecuadas para pensar?

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