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La última noche en Andresito: memorias antes de la inundación

En 1982, por la construcción de la represa del Palmar, el pueblo al norte de Flores quedó bajo agua. Sus vecinos, realojados a cinco kilómetros, aún sienten nostalgia.

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Por Soledad Gago

La última noche el aguagolpeaba las paredes. Se alejaba. Volvía a golpear. Alrededor ya no quedaba nada. Susana y Luis estaban dentro de la casa y sentían ese sonido que era, al mismo tiempo, un aviso y una despedida. Ya habían hecho la mudanza al nuevo pueblo, a unos cinco kilómetros de donde estaban. La casa había quedado totalmente vacía, pero ellos habían dejado unos colchones en el piso para dormir ahí una última vez: pronto el agua taparía todo y ya no habría casa. Ya no habría nada.

Era una noche de 1981. Susana y Luis fueron los últimos en abandonar Andresito, el pueblo en el que habían vivido casi toda la vida y que, por la construcción de la Represa de Palmar, quedaría bajo el agua.

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Es una mañana de comienzos de mayo. Susana da estas indicaciones: “Para llegar a casa seguí por la misma calle de la casa de Marcelino, en la esquina, donde está la camioneta roja. Yo veo tu auto desde acá”.

La casa de Susana y Luis tiene un cerco de madera en el frente y techos bajos, como todas las casas del pueblo nuevo.

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Susana y Luis en su casa de Andresito
Foto: Florencia Cruz

Así —pueblo nuevo— le dicen, ahora, a Andresito: desde que la represa generó la inundación que dejó bajo agua todo lo que había, la gente de allí habla de un pueblo nuevo y de un pueblo viejo. Y está bien la distinción: aunque es la misma localidad, hubo algo, en esa mudanza colectiva, que se perdió.

La casa de Beba está a la vuelta de la de Susana y Luis. Tiene un jardín en el frente con árboles y flores que ella se encarga de mantener arreglados. Ahora, dice, le cuesta más. Tiene 88 años y le duelen las piernas. Vivió más o menos la mitad de su vida en el pueblo viejo y la otra en esta casa en la que vive ahora con su esposo, que tiene 93, y uno de sus hijos.

Beba se apoya en un andador, da pasos cortos, baja el volumen de la radio. Después acomoda los almohadones en una silla, se sienta. Dice: “A mí me costó lágrimas dejar mi casa. Yo me casé a los 18 años y, después de casada, vivía en una casa sobre el lugar en el que hicieron la ruta. Pero cuando empezaron a hacerla nos corrieron para el costado, nos dieron unos bloques para que poblara más allá. Y estuvimos ahí muchos años más. De ahí, con la represa, nos corrieron para acá. Yo ya no quiero irme, de acá no quiero irme. Pero más me gustaba el pueblito viejo”.

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Beba afuera de su casa en Andresito
Foto: Florencia Cruz

La mudanza de un lugar a otro se hizo en partes: cada vez que el agua estaba por llegar a una casa, la intendencia mandaba un camión y todos los vecinos ayudaban. Después, en cada nueva nueva que inauguraban, se reunían todos a comer.

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En la década de 1930, a orillas del arroyo Grande, se empezó a formar un pueblo de pescadores. Al principio le llamaron El Chorizo y, después, decidieron ponerle Andresito. Fue en honor a Andrés Guazurari, uno de los indios más cercanos a José Artigas, que lo adoptó como hijo.

Por esa misma época se empezó a construir un puente sobre el arroyo y las personas que trabajaban se instalaron allí, en los márgenes del agua y entre los montes.

Beba recuerda, todavía, el día que inauguraron el puente. Lo recuerda porque el presidente de la República, Juan José de Amézaga, viajó al pueblo para poner una placa. Ella era una niña. Iba a la escuela, un rancho de terrón en el que cerca de 60 niños y niñas de todas las edades tenían clases con una sola maestra, y recibieron, como donación del presidente, algunas cosas: dulce de leche, un surtido, frazadas y lana para que se hicieran ropa.

“Nos hicimos unas polleritas. Yo jamás en mi vida usé pantalones. Hasta ahora me quieren hacer usar pantalones y yo no quiero. Me dicen que tengo que hacerlo porque me hace mucho mal el frío, pero yo uso solo polleras. No me puedo ver con pantalones”.

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Lago Andresito, en Flores
Foto: Florencia Cruz

Debajo de un delantal de colores, Beba lleva un buzo, un chaleco y una pollera gris que le tapa las rodillas. Recién terminó de almorzar. Todavía no ha lavado los platos. Dice que ahora hace lo que quiere: que se levanta más tarde, que cocina, que se duerme una siesta y después recién lava, que escucha la radio todo el día, que de tardecita apronta el mate y se sienta a esperar a que llegue su hijo. Que después de todo lo que hizo, dice, ahora le gusta estar tranquila.

Trabajó cargando agua y leña, en estancias, ayudando a su marido a domar caballos. Tenía, en el pueblo viejo, dos vacas lecheras que le habían prestado. Ella las ordeñaba y vendía leche, criaba gallinas, hacía una quinta. La vida, dice, era difícil pero era linda.

“Éramos menos gente, era muy tranquilo. Los vecinos estaban lejos, vivíamos bien. Éramos todos unidos. Acá es distinto, hay mucha gente de afuera, no nos conocemos tanto y vivimos más solos, si se quiere (...) Igual estoy contenta con la vida”.

Antes de mudarse y dejar el pueblo, les dieron herramientas para que deshicieran, ellos mismos, su propio rancho. El agua nunca llegó hasta donde estaba la casa.

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En la entrada al pueblo, sobre la Ruta 3 que lo separa 50 kilómetros de Trinidad, la capital de Flores, hay un cartel que dice su nombre y, al lado, una escultura en madera con la imagen de Andrés, el hijo de Artigas. Desde allí se ve la comisaría.

En Andresito viven poco más de 400 personas. Es la tercera localidad, después de Trinidad y de Ismael Cortinas, con más población de Flores.

Además de la comisaría, hay una iglesia católica y una evangélica, una plaza, una escuela, un liceo que este año no funciona por falta de alumnos, una policlínica de ASSE en la que, desde el año pasado, hay una doctora que va todos los días. Antes iba un médico una vez cada tanto. Si había una emergencia tenían que viajar a Trinidad.

Susana fue la enfermera del pueblo durante 30 años y Luis el chofer de la ambulancia. Durante ese tiempo no tuvieron descanso ni vacaciones. Si un vecino les golpeaba la puerta, ahí tenían que salir ellos. De esos años tienen muchos recuerdos: desde accidentes hasta partos y algunas muertes.

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Yerba mate
Foto: Florencia Cruz

No hay, en Andresito, dónde enterrar a los muertos. Hubo, alguna vez, un terreno destinado a construir un cementerio que nunca se hizo.

Las calles son de tierra. Las veredas, canteros de pasto. No se ven autos. Ni motos. Ni personas caminando. Desde una casa que tiene las ventanas y la puerta abierta se escucha música, cumbia. Por lo demás, en Andresito solo suena el otoño: el viento y las hojas de los árboles y las hojas caídas.

Aunque la mayoría de las casas son viviendas Mevir, las primeras personas que fueron realojadas viven todas en la misma zona y en casas más o menos parecidas.

Las viviendas fueron repartidas en reuniones que se hacían en la escuela, organizadas por la comisión que trabajaba en la construcción de la represa. Iban todos los vecinos del pueblo y se les asignaba una casa nueva, de acuerdo al tamaño de la familia, a la crianza de animales, a las quintas.

Una de las primeras casas del pueblo nuevo fue la de Marcelino, que hoy tiene 94 años y sigue viviendo en el mismo lugar. Casi toda su familia -hijos, nietos, tataranietos- viven allí.

“Yo sigo pensando que el pueblo aquel de nosotros era más lindo. Estabas al lado del agua, el agua era parte de la vida del pueblo. Acá si queremos ir al lago tenemos que caminar cuatro kilómetros, es muy lejos”, dice Marta, una de sus hijas.

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Marta y Marcelino en su casa en Andresito
Foto: Florencia Cruz

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El 70 por ciento del departamento de Flores forma parte del Geoparque Mundial Unesco Grutas del Palacio, que tiene sitios geológicos, turísticos y culturales. Andresito es parte de él. Sus lagos, también.

Desde el lago Andresito se ve el puente nuevo, el que se construyó justo antes de la represa. La gente del lugar, que trabajó en su construcción, sabía que una vez que se terminara el puente se terminaba, también, el pueblo.

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Lago Andresito
Foto: Florencia Cruz

Alrededor del lago hay, hoy, otras casas, otros botes, otras personas, otros pescadores, un parador, un camping, cabañas. Del viejo pueblo Andresito quedan algunos escombros, algunas pocas construcciones. Un día Luis encontró, allí, las baldosas de la que había sido su casa. Las juntó. Se las llevó a Susana.

En el agua se asoman restos de árboles. La luz del sol pasa entre ellos, refleja su silueta en el lago. Están ahí, en medio de la nada, como si se resistieran al olvido, como una marca de que allí, hasta 1982, hubo un pueblo del que solo quedaron los recuerdos.

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