Ricardo Darín sabe de fenómenos en el cine. Protagonizó, por nombrar algunas, películas como Relatos salvajes (¡Bombita!) o El secreto de sus ojos (¡la película que ganó un Oscar!) o Argentina 1985. Pero no necesariamente eso había pasado con la televisión. Hasta El eternauta, claro.
La serie que sigue siendo lo más visto en Netflix y ha tenido alcance global con crítica en los grandes medios (el New York Times dijo que “convierte una historia de acción y horror algo kitsch con tintes filosóficos en algo que es, al menos en un 50%, una telenovela refinada”) y debates de todo tipo.
Darín es el Juan Salvo ideal. El héroe más visible de la resistencia porteña a una invasión extraterrestre que empieza con una nieve. Y lo pone al frente, también, de otro fenómeno mundial en su carrera.
Este es un resumen de una charla de Darín con la periodista Luz Sánchez-Mellado de El País español.
—¿Cómo encara un veterano como usted la enésima entrevista de promoción?
—Bueno, son parte del acuerdo. Uno encara la promoción con talante distinto según lo contento que esté íntimamente con el resultado. Obviamente, este no es el caso, pero a veces ha tenido uno que remar en el lodo. Bueno, nosotros los argentinos decimos remar en dulce de leche, que todavía es más trabajoso, por muy rico que sepa.
—En El eternauta encarna a un héroe ciudadano en una situación tan distópica como la pandemia del covid. ¿Las catástrofes propician las hazañas?
—Bueno, en la pandemia nos dimos cuenta de que no tiene sentido intentar salvarse uno solo, porque dependíamos todos de todos. Hasta de que el vecino nos consiguiera unas naranjas. Entonces vimos a héroes anónimos reaccionar con sensibilidad y solidaridad. Sentí una gran esperanza de que aquel estado de ánimo colectivo durara, pero después lo olvidamos con mucha facilidad.
—Su personaje, Juan Salvo, es un hombre corriente, héroe a su pesar. ¿Qué hay que tener para serlo?
—Bueno, no sé si héroe. Lo que sí está es habilitado a reaccionar frente a la hostilidad. No le tiembla el pulso en momentos limítrofes, cuando hay que tomar decisiones. Eso es lo más difícil de la vida: tomar decisiones. Él ha visto cara a cara a la muerte, está curtido y no se queda petrificado, que es lo que nos suele ocurrir ante el peligro. Lo malo es que eso no lo sabe uno hasta que le pasa, salvo los profesionales, eso sale en el momento exacto en el que uno se enfrenta al abismo.
—¿Y usted tiene eso que hay que tener?
—Me pasé toda mi vida diciendo que no, porque tengo a mi alrededor ejemplos de coraje y valentía que admiro. Soy bastante cerebral y la valentía requiere un punto de no medir consecuencias. Pero últimamente estoy empezando a sentir que a lo mejor soy un poco exagerado conmigo mismo, y que el valiente es el que, teniendo miedo, va para adelante y toma decisiones En ese sentido, sí: he tenido miedo y he tenido arrojo, y otros no tanto. Me atrevo a decir que soy un tipo valiente.

—Empezó a actuar con 10 años. A los 68 y aclamado globalmente, ¿se ve a sí mismo cual vaca sagrada?
—Y, no. No me considero ni un consagrado ni un infalible ni nada de eso. Uno está en permanente experimentación y midiéndose, también en función del rebote de los demás, de fuera adentro. Hay etapas más reflexivas y otras más de euforia. Pero, no sé si te va a contestar mi respuesta: yo vivo permanentemente bajo sospecha de mí mismo. Ahora tengo por delante un largometraje y no tengo ni la más remota idea de lo que voy a hacer. O sea, sí: tengo una caja de herramientas poblada, pero no sé si las que voy a necesitar las tengo en la caja o las tengo que buscar fuera.
—¿Aún hay un destornillador o una llave maestra que falta en la utilería?
—Y tanto, y un pulidor fino. Y el día que sientas que estás a cargo de todo, estas acabado.
—¿Qué ve en la mirada de los jóvenes actores con los que trabaja? ¿Les impone?
—Veo respeto. Y compañerismo. Las generaciones jóvenes tienen un nivel de información mucho más profundo del que teníamos nosotros a esas edades. Veo todo tipo de cosas. Gente preparada e interesada en aprender y entrar en contacto con los más experimentados de forma empática, educada y amable, y los hay más arrogantes, blandiendo cierta soberbia. Generalmente, son los menos entrenados, los malos. Pero no me siento habilitado para juzgarlos. Me gustan los que están en la búsqueda, enfocados y dispuestos a correr el riesgo de intentar aprender.
—¿Se puede aprender a ser actor?
—(Silencio largo) Quiero ser honesto y conciso. Mi lema es vivir para aprender. Y me gustan los maestros que educan más con el ejemplo que con el discurso. No me creo mucho los discursos. Me gusta la gente que piensa de una forma y obra en consecuencia, alineado con su pensamiento y su sensibilidad. Esos son los que marcan. Me ha pasado con actores y actrices toda la vida: estar participando en su aprendizaje sin que ellos estuvieran a cargo de enseñarme nada, solo viéndolos funcionar. El privilegio de aprender mirando por el ojo de la cerradura a otro.
—Usted aprendió de los mayores y ahora es el veterano. ¿De quién aprende ahora?
—Bueno, son pocas las historias intergeneracionales en las que uno tiene la oportunidad de ver cómo funciona la gente mayor, salvo honrosas excepciones, y esto restringe un poco el arco. Pasa, muchísimo más, con las mujeres mayores. Hay pocas películas que nos hablen de una mujer adulta entrando en la tercera edad. Son reglas de mercado que nos van restringiendo las historias. Casi todas apuntan a la misma línea generacional. Se dividen las aguas y la juventud queda a un lado y la gente adulta a la otra.
—Su compatriota y colega Héctor Alterio me confesó, a los 91 años, que en el escenario se sentía poderoso.
—Ya que lo mencionas, Héctor es como un padre para mí en términos artísticos. Yo empecé a trabajar cuando tenía 10 años. En el viejo Canal 7 de Buenos Aires. Hicimos ciclo de teatro universal y teatro argentino. Es uno de los que pude aprender sin que él se diera cuenta. Simplemente mirándolo, palpitando codo con codo. Y hace poco, aquí, en Madrid, compartimos en los Teatros del Canal. No pude verlo, porque nuestras obras coincidían, pero me dijeron que, aunque él arrastra una curvatura en la espalda, en escena está recto, poderoso, de llorar.
—¿A usted le pasa lo mismo? ¿El teatro le cura los males?
—El teatro es poderoso porque es peligroso desde todo punto de vista. Vértigo puro. Sin más tecnología que un par de luces y música. Los actores estamos solos frente a un grupo que no se conoce entre sí y conforma una masa energética que no sabes para dónde va a disparar. Es lo primero que sientes en el escenario: esa energía. Cada día es inédito, genuino, original. Esa energía circula, o no circula, o se corta, o se detiene, o se desvía. Ahí, te sentís poderoso.
—Dice que vivir es aprender, ¿qué le queda por aprender?
—Pues a ser viejo en escena, por ejemplo. He hecho de gente mayor que yo, lo he intentado con diversas suertes. Algunas resultaron satisfactorias, otras, no tanto. Valoro muchísimo la actuación, pero veo los piolines, veo los hilos de la marioneta, cuando se ve el truco, no me termina de atravesar, aspiro a eso.
—O sea, que ve su propia tramoya y la de sus colegas.
—Claro, ¿cuándo no? Puede ser deformación profesional. Pero también sé ver lo sublime. Puedo ir a ver a un tipo recontraencumbrado y tal. Los primeros 15 segundos estoy viendo al Fulano, pero al segundo 16 ya está a cargo del rol del personaje, y ya estoy arriba con él, arriba de la cinta transportadora. Ese es el misterio.
Con base en El País de Madrid
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