Nunca hablar de un disco —escribir, pensar, decir algo— había sido tan confuso como con Lux, lo nuevo de Rosalía. Nunca hablar de un disco se había sentido tan necesario. Esa contradicción casi violenta atraviesa el gran fenómeno musical de la segunda mitad del año. Si durante los primeros seis meses de 2025 hablamos de salsa, plena y de Puerto Rico como el lugar más entrañable —gentileza de Bad Bunny—, este tramo final es un ejercicio obsesivo por entender si hay que creer en Dios, escuchar música clásica, estudiar teología, aprender idiomas o, simplemente, entregarse a la experiencia de la música.
Hay algo de meteorito en la llegada de Lux: una fuerza capaz de arrasar algunas certezas —la lógica pop, las reglas rígidas del éxito en la industria— y, aún así, hacer brotar una suerte de agua bendita. Es el efecto físico: lo primitivo, lo sensorial. Después viene el resto.
Desde que publicó una foto de una partitura llamada “Berghain” hasta ahora, el disco de Rosalía ha abierto como ningún otro de su época una puerta al sobrepensamiento. Lux está ahí, tendido en el diván, y alrededor un mundo le oficia de psicoanalista: críticos especializados, periodistas que entrevistan a la española, miles de usuarios de redes que desmenuzan sus aspectos poéticos y musicales, su marco teórico, sus guiños, si “La perla” habla de un exnovio o el otro y hasta si el vestido de Vivienne Westwood con el que acaba de actuar en el programa de Jimmy Fallon era, en verdad, el de una boda que nunca fue.
Todos necesitan “entender” el nuevo disco de Rosalía. ¿Pero alguien quiere entender el nuevo disco de Rosalía?
Embarcada durante tres años completos en el proyecto más ambicioso de su corta carrera (apenas ocho años desde la salida de Los Ángeles, su debut), Rosalía confeccionó Lux como un collage en el que conviven el flamenco, el canto lírico, el pop, la espiritualidad o la religión y una curiosidad abismal, infinita. Es un trabajo orquestal y experimental, imbuido del aire de Björk y, a la vez, un mundo nuevo.
Ha contado mucho: que pasó un año entero dedicada a las letras; que regrabó un tema cuando supo que no estaba pronunciando correctamente “sauvignon blanc”; que escribió inspirada en santas y en la mística femenina; que utilizó Google Translate y luego traductores reales para chequear todas las expresiones en 13 idiomas distintos; que se pasó exageradamente de presupuesto; que aquí la música está al servicio de la palabra; que es un álbum que persigue la verticalidad.
¿Pero cómo se vive un disco que se sobreexplica? ¿Cómo se descubre algo cuando toda la información está ahí, al alcance de la mano? ¿Y cómo se alcanza una comunión individual entre una persona y una obra cuando la experiencia es del mundo o, más bien, parece completa recién cuando se la cuenta al mundo?
La contradicción es la iglesia de Lux, la virgen a la que se le reza. Sienta sus bases en la dualidad del cuerpo y el alma, la carne y el espíritu que tensan la primera canción, “Sexo, violencia y llantas”: “Quien pudiera vivir entre los dos / primero amar el mundo y luego amar a Dios”. Ese dilema —que ya asomaba en Motomami (“segundo es chingarte, lo primero es Dios”, cantaba en “Hentai”)— es el punto de partida de su propia odisea.
Rosalía y su disco representan la globalización —“yo soy del mundo”, dijo en su paso por Popcast, el podcast del New York Times— y, al mismo tiempo, abrazan un deseo que va a contramano de esas lógicas: un hambre de conocimiento profundo que no se sacia con videos de TikTok ni con explainers de 90 segundos. De ahí que el único sample del disco, al final de “La Yugular”, sean fragmentos de una entrevista de 1976 a Patti Smith: “¿Siete cielos? Gran cosa. Yo quiero ver el octavo cielo, el décimo cielo, el milésimo cielo. (…) Es simplemente atravesar una puerta. Una puerta no alcanza. Un millón de puertas no alcanza”.
Patti Smith, como Madonna o el legendario compositor Andrew Lloyd Webber, ya le han dado su bendición.
Ese “ser del mundo” no es solo una postura —subrayada en la fusión de estilos, lenguajes e idiomas— sino también una estética: la de la raíz en Los Ángeles, la de la tesis experimental en El mal querer, la del latinaje en Motomami. Todas dan forma a lo deforme en Lux.
De algún modo, este disco tan disruptivo, tan distinto en apariencia, establece un diálogo directo con Los Ángeles, el álbum con el que Rosalía sorprendió al mundo en 2017. Aquel trabajo investigaba el flamenco mano a mano con el guitarrista Raül Refree. Era minimalista en su confección —en esencia, una guitarra y una voz—, pero en su efecto, en la emoción que provocaba, podía ser tan maximalista, tan brutal, como Lux.
Hay otros elementos que hermanan a ambos discos: el lamento de cuerdas en la coda de “Si tú supieras, compañero”; la puesta en escena dramática de “De plata”; la muerte —antes como tema central, ahora como broche de oro en “Magnolias”—; lo divino, ya sea a través del “duende” flamenco o del mismísimo Dios; y el uso de la novedad como una vía para volver a lo antiguo. En aquel caso, los cantes flamencos; ahora, lo lírico, un gesto que siempre latió en el cantar de Rosalía.
El puente más directo, sin embargo, lo traza La Niña de los Peines, uno de los nombres fundamentales del flamenco español. En Los Ángeles la invocaba en “Si tú supieras, compañero”, recogiendo sus alegrías “Del mundo leguas y leguas”. En Lux repite la maniobra con “Mundo nuevo”, una suerte de ascenso a la verdad ubicado en un punto estratégico: justo a la mitad del disco digital (el físico incluye tres canciones más), partiéndolo al medio y ordenando, si se quiere, una santísima trinidad autorreferencial que completan “De madrugá”, del período de El mal querer, y “Dios es un stalker”, la canción más latina —y por ende más Motomami— de este recorrido.
Todo eso Rosalía lo teje con la Orquesta Sinfónica de Londres: cuerdas, pianos, hojas de partitura, notas de voz, arias y valsecitos. También con Björk, Yves Tumor, Yahritza y su Esencia, Estrella Morente, Silvia Pérez Cruz y la portuguesa Carminho. “Pero mi corazón nunca ha sido mío / yo siempre lo doy”, se resigna Rosalía en “Reliquia”. En todas esas presencias también está el mundo.
¿Qué de todo eso se elige escuchar cuando se escucha Lux? ¿Qué es lo que se queda?
Rosalía ha dicho que, en este disco, la música está al servicio de la palabra. Y, sin embargo, a pesar de todas las lecturas e interpretaciones posibles, es un álbum para los sentidos, mucho más que para la razón. Lux no viene a resolver la contradicción: la abraza, la enaltece, la honra. Y desde ahí se propone hacer belleza.
En la era hiper (hiperconexión, hiperdesconexión, hiperestimulación, hipervacío), Lux es un disco que convoca: pide tiempo, exige atención, empuja a lo divino si lo divino es, sobre todo, la belleza y el amor. Y la música.
La música.
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