Por Belén Fourment
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Es un final muy representativo del transcurso de la noche. Ahí, vestido de smoking, con un cuerpo de baile de perfil urbano y una inesperada invitada —la comediante uruguaya Florencia Infante, alguna vez vicepresidenta de un club de fans que solo tenía dos integrantes—, Cristian Castro engancha una y otra y otra “cumbita”, y cierra su primer show en el Antel Arena a puro baile. Su banda tiene una estética moderna; su guitarrista, un look de glam rock ochentoso; él, el porte de un baladista elegante; y la música, la esencia de la celebración popular. El sonido no dio tregua en las dos horas de concierto y sin embargo, la alegría es absoluta: se ve en los brazos en alto, en las vinchas de flores y lucecitas parpadeantes; en los gritos de pasión que no conocen de discreción ni de pudores.
Es una fiesta, pero también tiene algo de kermesse, de casamiento, de juerga familiar. Porque a diferencia de otras estrellas del pop latino de su trayectoria y generación, Cristian Castro tiene algo distinto, algo que lo hace menos inalcanzable, menos imposible, menos misterioso, menos irreal. Algo que lo vuelve vulnerable y cercano, diáfano.
El domingo, el cantante mexicano dio su primer show en Uruguay desde que vive aquí. Fue un concierto teñido de la calidez del nuevo vínculo: ante un Antel Arena con más de la mitad del aforo cubierto, Castro agradeció el buen trato y dijo que quiere construir un camino cada vez “más juntitos”. Todos sus discursos fueron así, de una seducción inocente, casi naif, apenas apagada.
La noche prometía hits (el título del recital era, justo, The Hits Tour), y cumplió con creces. En escena, con movimientos breves, Castro fue una máquina entrenada para el rendimiento alto. Tomó su primer trago de agua cuando ya llevaba una hora y 10 minutos de concierto sin pausa; cantó mucho y cantó bien, con las notas altas intactas, con los agudos listos para robarse ovaciones. Hizo 18 tracks, pero en cinco hiló hasta cinco temas en forma de medleys de sello propio o ajeno.
Hubo homenajes a los maestros, desde José José —a quien le dedicó el enganchado “Si me dejas ahora”, “Gavilán o paloma”, “Lo que no fue no será”, “La nave del olvido” y “El triste”— a Juan Gabriel y Duran Duran, la banda que lleva tatuada en la piel. Porque de eso también se hacen los festejos propios, de canciones que afloran por motivos privados y caprichosos. ¿Y quién va a decirle a Cristian Castro que no puede hacer “Save a Prayer” en una noche en la que es tan suyo el protagónico?
Todo, el entusiasmo del público y un repertorio que desbordó éxitos, conspiró a su favor para un regreso animado y divertido. Todo, salvo el sonido: el show de Cristian Castro fue una fiesta a pesar de la deficiencia de un sistema que opacó virtudes e indignó a los presentes. Tras el concierto, Twitter fue tierra de descargo de indignaciones y reclamos. No se vivía una experiencia así desde, quizás, los primeros espectáculos que albergó el lugar.
Tras un comienzo muy accidentado con “Amor eterno”, donde la estridencia de la banda cubrió por completo la voz del cantante, las mezclas parecieron ajustarse a lo largo de “Déjame conmigo” y la inédita “París es una trampa” —buen tema que grabó en Uruguay; irá para el próximo disco— y recién con “Amor”, un clásico, se estuvo más cerca de una versión de aceptable escucha. Era el cuarto tema del show y la estabilidad no iba a durar.
De ahí hasta el final y a pesar de la entrega constante de Castro, los problemas se sucedieron: hubo acoples, saturaciones casi permanentes e incluso problemas con los micrófonos. El artista uruguayo Federico Benítez fue invitado a cantar “Volver a amar”, pero toda la primera estrofa que estaba a su cargo quedó muda ante un dispositivo apagado.
Pero al final, como en toda fiesta, lo más importante pareció ser la excusa del reencuentro. La intensidad con la que sus fans corearon las canciones, gritaron piropos e hicieron al aire alguna propuesta indecente —que Castro en algún momento respondió, primero con una insinuación al striptease y luego con un reclamo ante la falta de ofrendas de ropa interior— le dio el color necesario a una velada azul y pop.
Y ahí, entre “Lloviendo estrellas” y “Nunca voy a olvidarte”, entre “Lloran las rosas” y “Vuélveme a querer” y “Azul”, entre “No podrás” y “Lo mejor de mí” y esos agudos popularmente entonados con énfasis de borrachera, Cristian Castro tuvo su noche soñada con un público que lo trató con cariño, complacencia y cuidado, así como se trata al ídolo, así como se trata a alguien que se siente tan cercano.