Demasiados años después de Las flores de mi familia, un retrato sobre su madre y su abuela que se estrenó en 2012, Juan Ignacio Fernández Hoppe estrenó la semana pasada, su segunda película, El retrato de mi padre, otra crónica personal y en la que también aparece su madre, Alicia Hoppe.
Ahora, Fernández Hope, deja de estar fuera de cuadro y protagoniza como un detective torpe que es un hijo buscando respuestas. Va tras las pistas (escasas) de la muerte de su padre, el musicoterapeuta, Juan José Fernández, en una playa en Salinas. Es cine policial y a la vez historia una sanación: la del propio director.
Entre sus dos películas, Fernández Hoppe se desempeñó como editor de cosas como Clevery El campeón del mundo de Federico Borgia y Guillermo Madeiro y Solo de Guillermo Rocamora. Conforman una suerte de pandilla que se apoya mutuamente.
Fernández Hoppe habló con El País sobre El retrato de mi padre que es -eso no lo dice él, claro-, una de las mejores películas uruguayas del año.
-Las flores de mi familia generó mucha expectativa. ¿Por qué pasó tanto tiempo?
-Las flores de mi familia termina en 2012 y dos años después ya me empiezo a acercar a lo paterno. Entonces era sobre mi padre y mi padrastro, Mario Levrero, menudo combo. Era un desborde de película que empezó llamándose Los sueños de mis padres y la trabajé con el guionista y supervisor de guiones argentino, Esteban Student. Fui con él porque una vez Damián Szifrón lo señaló como quien lo ayudó a ordenar siete años de apuntes. Levrero quedó en el camino porque el peso dramático era la historia de mi padre y Levrero, con su figura pública, pasaba por arriba de todo. Hacer todo eso precisa tiempo, investigación, trabajo. Todo lo que hay en la caja de mi padre, por ejemplo. Cada documento, cada agendita con teléfonos viejos a los que hay que llamar, buscar gente. Todo eso no ocurre en dos días. Y encima está el proceso que lleva que la familia pueda hablar, pueda trascender el dolor. Y se demoró. sí, porque yo no quería dar el brazo a torcer de que “el director” permitiera que “el hijo” estuviera en cámara con sus miedos, sus vergüenzas o preguntando una y otra vez la misma cosa. O dejar una escena en que mi tía me abraza y me dice que me quiere. Me resistí mucho a eso porque en el fondo era mostrarme como un director perdido. Pero el grave error sería construir una trama policial en la que todo encajara cuando había que mostrar un detective que se va desarmando y que deja expuesto a un hijo.
-Hay algo de forense...
-Digo que es un thriller porque allí, muchas veces, el detective termina totalmente loco, pegando papelitos en la pared. Yo acá termino armando un altar a ese padre o peleando con mi madre. La investigación me va enterrando en esa niebla. Y eso precisa tiempo. Solo el montaje llevó dos años y fue en ese período que filmé una tercera parte de la película. Veíamos un hueco de la trama y había que volver a hablar con alguien. El montaje obliga a llevar las cosas hasta las últimas consecuencias.
-¿Qué diferencia hay en su aproximación en Las flores de mi familia?
-Aquella era una película observacional, conmigo detrás de cámara, una acción en presente que la vida daba las escenas pero todo hubiera ocurrido sin la presencia de la cámara. En El retrato de mi padre sin la cámara y sin mis preguntas, la vida no existía porque ya había encerrado a Juan José en una caja y se había cerrado.
-Tiene una narrativa de ficción, además.
-Sí, una estructura, las revelaciones, personaje con un objetivo claro, obstáculos. Todo lo aplicamos y por eso me sirvió mucho trabajar con Student en llevar una estructura clásica de la ficción, de tres actos, de revelaciones, de alto impacto, al documental. Fue un laburo grande.
-Más allá de su búsqueda personal, como caso detectivesco es bastante frágil...
-Cuando un personaje me dice “ya está, ¿qué estás buscando?”, la película empieza a entrar en la zona profunda del hijo. Y la siguiente escena es otro personaje contándome sobre su padre muerto y como lo tiene siempre presente. Encontramos al espejo. Y ahí queda en evidencia lo que no tiene, lo que busca. Y todo es del orden de lo intangible.
-Su contacto con su padre no fue mucho. En ese sentido, ¿El retrato... es sobre construir un vínculo?
-El cine es privilegiado para mostrar vínculos y relaciones. La literatura te permite más introspección pero en el cine necesitás acción y un vínculo con el que te relaciones y desde ahí comprender. Lo más difícil en el cine es mostrar lo que no vemos, las emociones.
-El cine autoreferencial es una tendencia en el cine uruguayo. ¿Era consciente de que ahí había un riesgo?
-Sí, yo le temo a lo autoreferencial y era un gran peligro porque a veces se olvida que uno es una tercera persona en la película y hay que construirse con las mismas reglas que un personaje de ficción.
-¿De qué cine la ve cerca?
-Hay algo de Nani Moretti, me decían. Y puede ser: en Aprile está eso de buscar una cosa y encontrar otra. También se me colaba El sabor de la cereza de Kiarostami, un tipo que precisa que lo entierren porque se va a suicidar pero que es una historia sobre la vida, no sobre la muerte. Tarkovski siempre está porque hay una búsqueda trascendente: aunque quizá en la película no se explicite pero anda Dios en la vuelta. Estoy buscando un imposible que el padre se manifieste. En el género documental Ross McElwee que tiene una poelícula que se llama Photogaphic Memory sobre su vínculo con su hijo y me iluminó. Y es fundamental. Y la uruguaya El campeón del mundo de Madeiro y Borgia que coedité.
-El retrato de mi padre es sobre su sanación, digamos ¿hubiera podido pasar eso sin la película?
-No. Sin la intermediación del rodaje no hubiera sucedido. La propia película me dijo que si abría una herida había que ir hasta las últimas consecuencias. La narración es la que impulsa hacia la verdad y a ver si la verdad sana. Esas cosas no existen si no hay una cámara.