Saludada casi por unanimidad como una de las grandes películas del año y ya instalada como favorita en la carrera hacia los Oscar, Una batalla tras otra es la última de Paul Thomas Anderson —quien en su carrera ha tenido ya 11 nominaciones y ninguna estatuilla— uno de los grandes maestros del cine contemporáneo.
A menudo se lo ha vinculado con los dramas corales de sus primeras obras, aquellas radiografías nihilistas de Los Ángeles que fueron Boogie Nights y Magnolia, estrenadas en la década de 1990.
Pero Anderson —o PTA, como se lo identifica en círculos de enterados— construyó una obra que es una indagación constante sobre los modos de narrar y en un estado de situación de su país.
Porque el cine siempre lo tiene, hay un trasfondo político en su cine. En Petróleo sangriento y The Master exploró los pilares del capitalismo estadounidense del siglo XX: desde los cambios de matriz del ganado al petróleo, la depresión de posguerra o el poder y el dinero como fuerzas corruptoras.
Una batalla tras otra desplaza ese eje hacia un siglo XXI rabioso: es la película más coyunturalemente política de Anderson, un relato que se sitúa en la distopía no de un futuro, sino en un Estados Unidos que se parece al de ahorita. A diferencia de cierta desazón de otras de sus películas, acá traza, sí, un diagnóstico sombrío de un país partido en dos pero al final bañado por un extraño optimismo, en el que aflora un acto de resistencia. Una escena de La batalla de Argelia de Pontecorvo, funciona como un llamado de la historia a un linaje de insurrección.
Una batalla tras otra adapta libremente Vineland una novela de Thomas Pynchon publicada en 1990 y ambientada en la presidencia de Ronald Reagan. Para Pynchon, aquellos años fueron un retroceso reaccionario. Sin embargo el reaganismo es casi jacobino frente a las fuerzas que se mueven en la película de Anderson
El guion del propio director traslada la acción a un Estados Unidos contemporáneo, de campos de detención de migrantes, ejércitos privados y logias ultrasecretas. La paranoia está a punto de confirmar sus peores sospechas.
El centro narrativo pasa por “Ghetto” Pat Calhoun (Leonardo DiCaprio), antiguo miembro de French 75, un grupo de guerrilleros que combinaba sabotajes, rescate de migrantes, amenazas a políticos antiabortistas y una ética de rechazo a los convencionalismos: lideraban una revolución social, política y sexual.
Dieciseis años después y rebautizado Bob -retirado de la acción y entregado a la crianza de su hija Charlene (ahora llamada Willa e interpretada por la debutante Chase Infiniti) en el reducto hippie de Baktan Cross- encarna un héroe gastado, un militante reconvertido en padre solitario y fumado. Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor), madre de la chiquilina y antigua compañera de célula, los abandonó tras traicionar a los suyos por inmunidad.
La aparición de Steven Lockjaw (un Sean Penn en su mejor registro en décadas) quiebra la precaria calma clandestina. Coronel al mando de una fuerza parapolicial privatizada, Lockjaw busca venganzas personales y, al mismo tiempo, abrirse paso en una secta ultraderechista que gobierna desde los túneles de la política y unos de sus requisitos de ingreso -jamás haber tenido relaciones interraciales- lo deja al borde de la exclusión.
Anderson pone mucho del peso satírico en el cuerpo y el peinado de Lockjaw, un personaje salido de las sátiras de Stanley Kubrick, quien suele ser una referencia. El villano aterrador y ridículo que compone Penn funciona como un símbolo de autoritarismos que son actuales pero son los de siempre. es una película antifascista.
Una batalla tras otra alterna registros: hay persecuciones de autos (las ondulaciones de la carretera desierta de una larga y definitiva persecución, es de los grandes planos del año), tiroteos, un triángulo amoroso, comedia física, guiños pop y chistes políticos.
Esa mezcla de géneros lo acerca, por primera vez así de explícitamente al cine de Quentin Tarantino, lo que no es de extrañar porque no solo son cogeneracionales sino que han expresado admiración mutua.
Pero si Tarantino se nutre de un eclecticismo pop que mezcla trash europeo y cultura de videoclub, Anderson se mantiene fiel a una ambición más seria: hacer la gran película americana que reflexione sobre la condición humana amenazada por estructuras de poder oscuras, malignas. Una batalla tras otra es una comedia política de acción, un sincretismo que Anderson ya probó en Vicio propio, su anterior adaptación de un Pynchon pero que acá le quedó mucho mejor.
La fotografía de Michael Bauman, la música de Jonny Greenwood (en su sexta colaboración con PTA) y la edición de Andy Jurgensen tienen fuerte presencia y aportes narrativos. Regina Hall y Benicio del Toro aportan personajes cruciales.
“¡Viva la revolución!”, grita DiCaprio mirando a cámara. Y eso es Una batalla tras otra, una llamado a la rebeldía de ser un verdadero americano o una verdadera muchacha americana como canta Tom Petty cargando de optimismo una película así de subversiva.
Una batalla tras otra [* * * * *]
Título original: One Battle After Another. Director, guion: Paul Thomas Anderson. Fotografía: Michael Bauman. Editor: Andy Jurgensen. Música: Jonny Greenwood. Con: Leonardo DiCaprio, Sean Penn, Chase Infiniti, Benicio Del Toro, Teyana Taylor, Regina Hall, Tony Goldwyn, James Downey, Wood Harris, Shayna McHayle, Alana Haim. Duración: 161 minutos. Estreno: 25 de setiembre, en cines.