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Jimena Pérez: de una murga en Villa Rodríguez a brillar, morir y renacer en la Comedia Nacional

La actriz integra el elenco estable desde hace 15 años. En 2022 recibió el Premio Florencio por su trabajo en "El salto de Darwin".

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Jimena Pérez, actriz

Como lo inevitable. Como lo inminente. Como lo inexorable. Como lo urgente. Como las cosas que caen por su propio peso: así ha sido todo —la vocación, la carrera, la profesión, el teatro— en la vida de Jimena Pérez.

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Alguien dijo su nombre y todos aplaudieron. Ella demoró unos segundos, caminó entre la platea roja del Teatro Solís y subió al escenario, recibió el premio, se paró detrás del micrófono y dijo, más o menos, esto: “El salto de Darwin abre con la guerra de las Malvinas, un hecho de la historia argentina que, si las fronteras estuviesen un poquito desdibujadas, bien podría haber sido nuestra historia. Una guerra que fue justificada y alentada por una dictadura. Por esos años aquí también vivíamos un terrorismo de Estado, así que estas negruras también nos hermanan (…) Pensaba que en estos tiempos en los que parecería que se quiere borrar hasta de los libros de historia nuestra memoria, creo que es indispensable que el teatro siga resistiendo”.

Era 5 de diciembre de 2022 y Jimena acababa de ganar un premio Florencio—el primero— como mejor actriz por el trabajo en la obra El salto de Darwin, un texto de Sergio Blanco que dirigió, en la Comedia Nacional, Roxana Blanco. También estaba nominada por la obra Constante, de Gabriel y Guillermo Calderón.

Jimena es actriz. Egresó de la Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático (EMAD) e integra el elenco de la Comedia desde 2008. Después del Florencio hubo quienes le dijeron que al fin, que ya era hora, que cuánto habían tardado en reconocerla.

Hoy, que es un lunes al mediodía, una semana después de la entrega de los Florencios, Jimena se ríe. Dice que está contenta y agradecida porque el proceso de El salto de Darwin fue como pasar un portal, como trepar más alto, como crecer, pero sabe que un premio depende siempre de muchas cosas —subjetividades, contextos, circunstancias: cosas— y entiende que se trata de eso, de subjetividades, contextos, circunstancias: cosas.

Ella no lo dice, pero sabe, también, que este reconocimiento tiene que ver con un camino, con una sucesión de hechos que la trajeron hasta donde está hoy. A elegir —sobre todo— estar donde está. “Si estoy en un lugar es para defenderlo y para jugármela. A medias no se puede estar en ningún lado. O esa es mi postura frente a todas las cosas”.

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Jimena Pérez en El Salto de Darwin
Difusión

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Nació en Montevideo. De esos años tiene algunos recuerdos: los apartamentos en Barrio Sur, el quiosco de su madre, los juegos en la vereda, la escuela República de Haití y la de música, las clases de ballet y las de guitarra, los apagones y los cacerolazos y los gritos de la dictadura militar, el carnaval, el tablado el Jardín de la mutual, los primeros años de la murga BCG y el impacto que le generaba verlos.

Jimena tenía 10 años cuando su familia se mudó a una casa en las afueras de Villa Rodríguez, en San José. Y tenía 12 cuando un parlante pasó por el pueblo anunciando que buscaban a niños, niñas y adolescentes para formar grupos para carnaval. Y ella fue. Y se unió a una murga y entonces un día había que buscar a alguien que los dirigiera y como nadie se animaba, ella levantó la mano.

Galera, pollera, vara, frac blanco: durante dos años Jimena estuvo al frente de la murga del pueblo. Esa fue la experiencia que activó a todas las demás: la primera semilla, la primera chispa, el primer aviso.

Villa Rodríguez es una localidad del departamento de San José en la que viven cerca de 4.800 personas. Tiene una plaza, una comisaría, una iglesia, una junta local y, a unas cuadras de todo eso, tiene un club social: el Club 18 de Julio.

Es un lugar en el que hay una cantina y maquinitas y un salón enorme con un quincho en el que se hacían bailes y campeonatos de truco y de ping pong. Fue allí a donde un señor llamado Ignacio Espino, que había estudiado arte dramático pero se dedicaba a pintar casas en San José, llegó un día con unos libretos viejos y amarillos y quiso armar un grupo de teatro.

Entonces Jimena tenía 14 años y una profesora de Literatura le había dicho que era buena para la actuación. Cuando supo que el grupo necesitaba a una niña para una de las obras no lo dudó y fue. Antes, había participado de una orquesta típica en Santa Lucía, Lucián 85, cantando tangos.

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Jimena Pérez, actriz
Comedia Nacional

El grupo se llamaba El 18 y estaba formado por gente del pueblo, tan diversa como impensada. La primera vez que Jimena actuó con ellos fue en la obra El secreto bien guardado.

Esas primeras veces, dice, todo era como un juego. Así como Ignacio Espino le había enseñado a pararse y a hablar y a proyectar la voz, también le había enseñado eso: que el teatro, en algún punto, se trata de jugar.

Los años que siguieron fueron de lo mismo: ensayaban una obra, armaban escenografías y vestuarios, hacían programas a mano, ponían sillas de plástico en el salón del club y todo el pueblo iba a verlos. Ella lo dice así: “Le regalábamos el teatro al pueblo”.

Fue Ignacio Espino, también, el que le dijo que fuera a la escuela municipal de arte dramático que funcionaba en el Macció de San José. Y allá fue, porque tenía 15 años y lo único que se necesita para insistir: la certeza de que no hay nada más, de que no se necesita nada más que esa vocación.

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Es 4 de diciembre de 20222. Son las ocho de la noche. En la sala Zavala Muniz del Teatro Solís todavía suena la voz de Palito Ortega cantando “yo tengo fe, yo creo en el amor, yo tengo fe, también mucha ilusión”, las luces están encendidas y hay, en el aire, algo que se parece a la calma y al alivio y a la melancolía pero que no es ni calma ni alivio ni melancolía. El salto de Darwin acaba de tener su última función, el elenco se para ante el público y recibe, sobre sí, un aplauso impetuoso. Jimena —que en esta obra interpreta a una madre en los primeros días del duelo por la muerte de su hijo en la Guerra de Malvinas— respira con la respiración profunda, agotada. Sonríe frunciendo la frente, arquea los ojos. Mira al frente como si con esa forma de mirar quisiera decir algo. Es la misma manera en la que mira cuando alguien la elogia, cuando alguien la halaga: una mezcla de agradecimiento, ternura y modestia. Después irá al camarín, se abrazará con todos, contestará mensajes por su cumpleaños y, cuando salga del teatro por la calle Reconquista, ya no habrá nada de la tristeza ni de la desolación ni de la confusión en la que, dos horas antes, había sumergido el cuerpo.

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Jimena Pérez y Fernando Dianesi en El salto de Darwin
Comedia Nacional

Si tiene que explicar cómo lo hace —cómo se puede sufrir tanto llorar tanto doler tanto solo para contar una historia— dice que, en realidad, no lo sabe del todo y que esa es la gracia —el secreto, la magia— de la interpretación. “Lo único que te puedo decir es que yo termino tan agotada un ensayo o una función porque de verdad dejo vivir a ese personaje en mí. Es como un vaciarse para dejar que viva el personaje. El trabajo del actor o de la actriz se trata de prestar el cuerpo, la sensibilidad y la interioridad para hacer de otro”.

Si tiene que explicar por qué actúa —por qué insiste en seguir haciéndolo desde hace más de 20 años— Jimena dice esto: “Me lo vengo cuestionando hace muchísimos años, qué es lo que me sigue generando estas ganas imparables, por qué. Y la verdad es que no tengo una respuesta. Todavía no logro darme cuenta si actúo porque soy una reverenda cobarde o una gran valiente. Esas son mis posibles respuestas. No sé si lo hago porque no me animo a decir con mis palabras, con mi cara, con mi presencia lo que pienso y siento, o no sé si soy valiente porque tengo el coraje para encontrar el camino de decir con palabras que escriben otros lo que pienso y siento. No sé si solo me animo a vivir lo que otros escriben o la valentía viene porque encuentro ese mecanismo de poder dar mi opinión con historias que escribieron otros. Porque actuar es dar opinión, es dar tu mirada y tu postura frente a la vida a través de palabras de otros”.

Después dirá, también, que hay un deseo de comunicación, una motivación social. Dirá: el teatro es una militancia.

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Una casona antigua en San José y Andes, una pensión de mujeres, una ventana y un balcón que dan a un bar, Fernando Cabrera tocando en ese bar. Es 1996. Jimena tiene 18 años, se mudó a Montevideo y, cuando las cinco mujeres con las que comparte cuarto en la pensión no la dejan dormir, abre esa ventana, sale a ese balcón y escucha a Cabrera cantar como si en el mundo no existiera nada más que esa voz.

Nunca hubo dudas: había que venir a Montevideo porque en la capital estaba lo único que ella quería, estudiar en la EMAD. Y había que aguantar lo que fuera y había que hacer lo que fuera: ir a ver a la familia al interior, volver los domingos, bajarse del ómnibus y, de pasada, ir por el Teatro del Centro, donde se publicaban las ofertas de trabajo del Gallito Luis, anotar en una libreta, llamar, trabajar en una lencería, trabajar como telemarketer, ofrecer préstamos, vender parcelas en un cementerio, libros y discos, servicios de emergencia móvil, tiempo compartido, irse a hacer temporada en Punta del Este, poner una tienda y, sobre todo, había que estudiar, estudiar, estudiar, ir detrás de eso que era lo único que quería.

Ensayo general de Constante en Sala Verdi
Jimena Pérez en Constante
Comedia Nacional

En la EMAD que todavía funcionaba en el Teatro Solís, tenía a un maestro que el primer día de clase le enseñó que el escenario es sagrado: un lugar de absoluta libertad y de absoluto respeto, un lugar para cuidar y para adorar, un lugar que no es limpio ni pulcro pero que tiene que permanecer puro. Se trataba de Levón Burunsuzián, que entonces era el director de la escuela y con quien, algunos años después, Jimena compartió escena.

Recuerda, sobre todo, el trabajo en Blackbird: la primera dirección de Margarita Musto, un texto para dos personajes —ella y Levón— un tema durísimo —un abuso sexual— el rigor con el que Levón trabajaba para componer a un hombre común, el privilegio y el regalo de compartir escenario con él.

Egresó de la EMAD en 1999. Desde entonces y hasta ahora nunca dejó de trabajar del teatro. Primero fue en Teatro en el Aula, un programa para adolescentes, después fue en una suplencia en El Galpón, en el musical Gotán, después en Secretos, de Raquel Diana, después en Pericles, príncipe de Tiros, como invitada en la Comedia Nacional. Mientras había talleres, clases, viajes al interior, ensayos, ensayos, ensayos, más talleres y más clases y más viajes. No importaba: “Tenía la juventud, la inocencia y la energía para hacerlo”.

Así fue hasta que en 2006 Héctor Manuel Vidal la llamó para hacer Gatomaquia junto a Leandro Núñez, Diego Arbelo y Cecilia Sánchez. La obra fue un suceso: funciones agotadas, gente que la veía dos, tres, cuatro, cinco veces, premios, teatros, giras por Buenos Aires.

En eso estaba cuando, en 2008, la Comedia Nacional abrió un llamado a concurso. Lo que sigue es la parte más conocida de esta historia: Jimena concursó y entró. Tenía 30 años. Desde entonces ha participado en aproximadamente 35 espectáculos: Historias improbables, La Micción, Doña Ramona, Variaciones Meyerhold, La dama boba, La duda en gira, Labio de liebre y más.

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Jimena Pérez en La dama boba
Comedia Nacional

Ahora, después de 15 años, fue elegida para integrar el consejo artístico —el lugar en el que se toman las decisiones—. “Es una gran responsabilidad y un gran desafío que va a implicar al menos tres años de mucho estudio, de mucho aprendizaje. Lo tomo como un paso más en la carrera. Me desafía mucho y me exige mucho. Y yo siempre agradezco la exigencia, creo que es la forma de avanzar”.

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Jimena vive en una casa en Barrio Sur con Matías, su pareja, Ema y Juana, sus hijas, Tita y Hugo, sus gatos. Guarda, allí, en cajas y cajones, fotos, recortes de diario, textos, recuerdos: el Club 18 de Villa Rodríguez, un cumpleaños actuando en el Teatro Macció de San José, una medalla con las máscaras de la tragedia y la comedia, un bono de entradas para un festival internacional de teatro que le regalaron sus padres, todos los programas de todas las obras de todos los años.

Como si se tratara de no perder la memoria, de conservar siempre la ilusión, el entusiasmo y las ganas, como si se tratara de volver a los lugares y a los momentos en los que entendió, un poco mejor, la vida. Porque, dirá, actuar también es morir por un rato para vivir en otra historia y en otro cuerpo. Y así, en ese movimiento que parece improbable, casi quimérico, renacer y, al final, comprender de qué está hecho el mundo.

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