Nunca me habían robado. Ni una billetera, ni un celular, ni una cadenita. Nada. Quince años en un mismo barrio vuelven reconocibles a cada vecino, cada baldosa y marca del piso, cada segundo del semáforo.
Uno se confía.
Hasta que el rugido ensordecedor del caño de escape está tan cerca que los pelos del cuerpo se te erizan.
Primero fue en diciembre, después de un baile, de madrugada. En marzo, la segunda. A las cinco de la tarde, un día despejado, pleno Bulevar Artigas, a la altura de La Comercial. Caminaba por la vereda, a cuatro cuadras de mi casa.
Al costado, el típico complejo de apartamentos de ladrillo naranja. En la base del edificio, debajo de todos los apartamentos, la plaza infantil del complejo. Vacía. Y delante, un estacionamiento abierto compartido por los vecinos y quienes se acercan a los comercios que se dividen en ese espacio entre el cemento y el primer piso de los edificios. Sin rejas, sin portón. Solo una casilla de vigilancia y una cámara que no sé si graba.
Escuché el acelerar a mis espaldas. Venía rápido. Desde adentro del estacionamiento y luego por encima de la vereda. Me corrí instintivamente porque pensé que me iba a chocar.
En realidad, no.
Fue tan rápido que ni pensé.
El conductor —todo vestido de negro, con casco— pasó a mi lado. Fueron segundos y una precisión quirúrgica. Codazo en el hombro, manotazo al celular en mi mano, pisada en el acelerador.
En diciembre cuando me robaron no miré la matrícula, “esta vez la tengo que mirar”, me dije.
Pero no tenía.
Bajó a la calle en contramano, cruzó Bulevar Artigas y dobló en la esquina. Nada más.
¿Qué descripción podría dar al hacer la denuncia policial? ¿Se resuelve un delito que se ejecuta de esta manera?
La descripción que di yo fue: “una moto gris”, así; a secas.
En un país con unas 429.700 motos en circulación —según el parque automotor informado por el Ministerio de Transporte y Obras Públicas—, ¿cuántas serán grises?, pensé. ¿Cuáles son las posibilidades de que la Policía pueda rastrearla?
“Las chapas tienen frío”.
En una ciudad con miles de cámaras, semáforos, patrullas y ojos atentos, una moto sin matrícula se esconde en un estacionamiento abierto, cruza una avenida transitada en sentido opuesto y dobla una esquina con semáforo en rojo sin dejar rastro. Y, aparentemente, la principal exaltación se da en el grupo de Facebook que armaron mis vecinos, donde se avisan entre sí sobre unos “motochorros” que circulan desde hace unas semanas.
¿Cuántas motos hay, sin matrícula, circulando en Uruguay? Ya sea porque nunca fueron registradas, o porque sus conductores les arrancaron la chapa, las motos sin matrícula se escabullen de las estadísticas.
“No tenemos esa información”, dice Marcelo Metediera, presidente de la Unidad Nacional de Seguridad Vial (Unasev), y apunta: “Cada intendencia puede tener su registro, pero a nivel nacional no hay forma de saberlo”.
Sin embargo, la incidencia de este vehículo en actividades delictivas es cada vez mayor, en particular en los de tipo violento. En 2022, el 34% de las rapiñas en todo el país involucraban una moto. Hoy ese porcentaje es de 40%. En 2021, el 8,5% de los homicidios tenía como factor común el uso de una moto, para 2024 ese porcentaje subió a 21,8%, según información que recogió El Paíspara un informe anterior sobre esta problemática.
La falta de matrícula vuelve invisible a una moto y ayuda a quienes la usan para delinquir a borrar huellas: permite que un delito no deje rastro, que cruzar un semáforo en rojo o una avenida entera sin casco ni luz trasera no sea más que una anécdota si no están los testigos correctos para detener tal acción.
Según Metediera, la proliferación de esta estrategia para zafar de la ley es señal de un problema más profundo: el de una fiscalización que se relajó. “Se bajó la guardia”, afirma. “Cuando no sentís que te están controlando, no te cuidás. Salís sin casco, sin chapa, sin nada. Como si no pasara nada.”
La diversificación de los métodos para evitar la identificación de este vehículo es cada vez más amplia. Desde un caño de escape modificado, hasta matrículas dobladas, pintadas o incluso hay quienes las cubren con medias de abrigo.
“Debe ser por el invierno. Las chapas tienen frío”, bromea el presidente de la Unasev .
Urge mejorar los controles sobre las motos y desde la Unasev consideran que un camino efectivo es el planteado en el proyecto de ley impulsado por el diputado nacionalista Pedro Jisdonian, que propone ir un paso más lejos de la sanción económica por la ausencia de matrícula y tratar como una falta penal la reincidencia en ocultar o circular sin matrícula.
La idea es que, al reformar el artículo 365 del Código Penal, si la misma infracción mencionada se repite dentro de un período de cinco años, el caso pase a la Justicia de Faltas, lo que implicaría sanciones mayores: trabajos comunitarios o antecedentes penales.
Esa advertencia podría ser útil para desestimular el caos, pero aún así Metediera insiste en que no todo se soluciona con castigo. Plantea que hay una incongruencia entre lo que cuesta tener una moto “en regla”, a circular sin matrícula, sin registro, pagando la multa que corresponda una vez que el vehículo sea detectado por un inspector.
“Si una moto cuesta 5.000 pesos y empadronarla cuesta 3.000 más, y sacarse la libreta cuesta 4.000, ¿qué estímulo tiene una persona para hacerlo todo bien si existen otras opciones a menor precio?”, plantea. En todo el país, la multa por conducir sin chapa, es de cuatro Unidades Reajustables (UR), lo que equivale a 7.316 pesos. Además, debería retenerse el vehículo, cuya recuperación insume otro costo.
Es por eso que la Unasev ha impulsado la implementación de la libreta por puntos—que acaba de ser aprobada—, que permitirá premiar a quienes demuestren ser conductores ejemplares durante cierta cantidad de años. Recién cuando la nueva norma esté reglamentada y en funcionamiento, lo que está previsto para el primer semestre de 2026, “se podrá hablar de otro tipo de medidas”, dice el presidente del organismo.
Ahora, la primera meta, es empezar a ordenar el caos.
Motos en el limbo.
Durante una semana, conté las motos sin matrícula que vi en la calle. Lo hice cada vez que salí de casa: camino a la facultad, al supermercado, al trabajo. En cinco días, entre el Centro y La Comercial, anoté 42. Algunas con la chapa doblada, otras directamente arrancada.
Según datos del Sistema Único de Cobro de Ingresos Vehiculares, en 2024 se vendieron en promedio unas 167 motos nuevas por día en todo el país. Y se estima que en 2025 podrían comercializarse unos 65.000 birrodados, citó Búsqueda en una publicación. El de las motos es un universo que no deja de crecer.
Para este informe se intentó en varias oportunidades contactar al Ministerio del Interior, pero no hubo éxito. Sin embargo, en mayo pasado, entrevistado en esta misma sección sobre el problema de las motos que circulan sin chapa, Alfredo Clavijo, subdirector de la Policía Nacional, dijo que lo más preocupante es que muchas motos llegan a la calle sin haber sido empadronadas. Se venden directamente desde los locales, sin pedir libreta de conducir ni asegurar que quien la compra sea quien la va a manejar.
“Hoy se compra una moto como si fuera un electrodoméstico, incluso hay lugares que venden de los dos. Hay que buscar un sistema como el de los autos, que salga empadronado desde la concesionaria o ver de algún otro modo, que pueda relacionar de forma directa la moto con la persona que la usa”, planteó Clavijo.
Comprar una moto, no importa el precio, pongámosle en una feria, no es un delito. Pero esa actividad no está regulada y por lo tanto no queda un registro de la operación lo que el día de mañana, si con esa moto se comete un delito, volverá más opaca la investigación. “Esa falta de regulación es parte de nuestra legalidad que termina generando oportunidades delictivas”, explicó Clavijo en el informe anterior.
La idea es que los propietarios de las motos puedan regularizar su situación y mejorar los controles que hay sobre las motos. Solo en los primeros cuatro meses de 2025, se incautaron 901 motos en operativos de tránsito en la capital del país, según información de la Intendencia Municipal de Montevideo. En total, hay 1.200 depositadas en los galpones de la intendencia. Algunas con matrículas adulteradas, otras clonadas o sin documentación alguna.
Parecen muchas, pero no lo son en comparación al océano de motos paradas que duermen bajo la órbita del Ministerio del Interior. Al día de hoy, el Ministerio de Interior tiene incautadas más de 50.000 motos que todavía no se pueden destruir ni desarmar porque aún no cumplen con el plazo de tiempo necesario para ello. Con las que ingresan en esa categoría, tres veces al año, vienen camiones que las cargan y las trasladan a fundiciones.
Acumuladas en depósitos que se vacían a cuentagotas, muchas jamás son reclamadas. Hay grandes chances de que no vuelvan nunca más a la calle. Metediera estima que de cada diez motos que se incautan, ocho se quedan ahí porque “sale más caro pagar la multa y los días de piso que comprarse una nueva”.
En Canelones, como en casi toda el área metropolitana, la historia se repite: motos sin matrícula, con el número de motor o chasis limado, caños de escape modificados, sin luces, sin seguro. A veces parecen completas. Otras veces no son más que eso que en la jerga callejera llaman “los huesitos”: una horquilla, dos ruedas y un motor.
“Una moto ilegal es más barata, pero al país le sale carísima”, dice Alejandro Alberro, director general de Tránsito y Transporte de la Intendencia de Canelones. Porque es más barato comprar una moto nueva de origen dudoso por una aplicación —Marketplace suele ser el escenario más recurrente para estas transacciones— que legalizar una que ya se tiene, pero también es más fácil dejarla abandonada si la incautan, que pagar la multa, el piso y dejarla en regla.
Para tener una idea del costo: “Son tres UR (5.487 pesos) por el viaje hasta el depósito y después por día son como unos 200 y pico de pesos”. A eso se le suma el valor de la infracción cometida. O sea, 15 UR si no se tiene licencia de conducir (27.435 pesos), dos unidades si falta el casco, dos UR (3.658 pesos) por el escape modificado. O sea, 19 UR (34.751 pesos) por todas las infracciones juntas.
Entonces no la levantan. La dejan. Compran otra.
Y el ciclo sigue y no se rompe. Por el contrario, se repite.
Por eso, en lugar de subastar las motos que no se retiran, como hacen otras intendencias, en Canelones decidieron destruirlas.
“Si las subastás, las arman de nuevo y vuelven a la calle”, explica Alberro.
En cambio, las destruyen por completo: drenan los líquidos contaminantes, separan cubiertas, plásticos, metales. Lo que queda, se funde. Y con el hierro resultante, hacen señales de tránsito.
Como en un cementerio.
Pastos creciendo entre ruedas. Asientos manchados por la humedad. Las motos incautadas en Canelones no están amontonadas al azar, sino alineadas en filas largas cuál ejército, numeradas con marcador blanco sobre el asiento. Algunas aún conservan colgados los bolsos de delivery, ya de un rojo desgastado. Otras tienen el chasis marcado, con stickers o letras curiosas. Casi todas, deshechas. Como restos de algo que fue veloz y ahora está condenado a la quietud bajo el sol.
A este galpón en Las Piedras son llevadas todas las motos retenidas dentro del departamento de Canelones. Según Fabián —agente municipal con 33 años de experiencia, que prefiere no revelar su apellido en este informe— en el momento de nuestra visita hay unas 700.
“Todo lo que tenga cinta amarilla es retenido. Las otras ya están listas para destruir”, explica mientras camina entre las filas y el pasto.
Cada moto denota una personalidad y un dueño distinto, así como abundan los modelos, abundan las historias. Fabián nos cuenta sobre “El Tornado”. Así le decían a un muchacho que venía casi todos los días a buscar su vehículo incautado. Siempre la misma historia: multa, convenio, retiro. Hasta que al Tornado se la robaron y, por ende, no la detuvieron nunca más ni iniciaron su casual conversación de todos los días con el típico, “¿otra vez por acá, Tornado?”, que imitaba Fabián risueño cada vez que podía.
Si hablamos de modelos diferentes, también hay que mencionar la figurita repetida del depósito. El modelo predominante por excelencia en el cielo de las motos es la Zanella Sapucai. Blancas, rojas, negras, grises. Donde uno mire, hay una. En algunas filas incluso se las distingue en una seguidilla de varias motos idénticas.
“Es liviana, barata, fácil de transformar. Le cambian el cilindro, la hacen 200, le sacan los espejos, le ponen escape libre”, describe el guardián del depósito.
Fabián cuenta que hoy en día la moto es un medio de diversión entre los jóvenes y se dispone a mostrarnos cómo se reconoce una moto usada para “hacer el willy”. Camina dos pasos, agarra una, la levanta un poco y señala el rastro del pavimento limando la parte inferior del cuadro trasero. “¿Ves? Ni busqué. Es la primera que miré”.
A la noche, los controles son distintos. Menos diálogo, más sospecha. “Dicen que las usan para trabajar, pero son las dos de la mañana y están en el shopping de Las Piedras”, comenta con aire de desconfianza. Se controla motor, chasis, papeles. Si no hay coincidencias, se retiene. Si la moto está adulterada, se destruye.
Pero el sistema tiene vacíos.
Una vez, recuerda, hicieron un operativo grande. Hace años, como por 2011. Más de 110 motos incautadas en un solo día. Para el equipo de tránsito fue un logro. Pero esa misma semana, se robaron 80 motos en la ciudad.
“Dejás a alguien sin moto y no va a pagar la multa. Va y roba otra. Entonces, ¿lo mirás como éxito o fracaso? Para nosotros fue un éxito, desde el Ministerio de Interior fue un fracaso”, plantea.
En el depósito, lo que no se recupera se desarma. No solo para destruir. También para enseñar. A través del programa Motorrecicla, adolescentes, algunos del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay, aprenden a hacer mecánica ligera y gomería. Desarman motos retenidas, separan piezas, y si terminan el curso, incluso obtienen su libreta categoría G2. Una forma de reencauzar. O al menos intentarlo.
“Hay muchísima gente que circula bien —comenta Alberro—, con papeles, con seguro, con casco. Pero el que anda mal, aunque sea la minoría, hace más ruido. Siempre es así.”
Y la realidad es que, afuera el ciclo sigue. Las motos circulan. Cambian de manos. En grupos privados de Instagram con miles de seguidores, los videos de motos haciendo maniobras ilegales abundan. En una rueda, sin casco, sin matrícula. En los grupos de WhatsApp, se avisan si hay controles en tal o cual rotonda. “Si estamos en un punto, se van al otro”, dice Fabián. “Y si vamos al otro, ya están avisados. El WhatsApp trabaja rápido”.
Las motos llegan. Circulan. Desaparecen. Se vuelven a armar. Se destruyen. Y vuelven. Una y otra vez.
Se aprobó la implementación de la libreta por puntos
En convenio con el Instituto Nacional de Empleo y Formación Profesional, en Canelones se lanzó el programa Motorrecicla: motos irregulares que ya no pueden circular fueron utilizadas para capacitar a jóvenes en mecánica ligera. Aprendieron a desarmarlas, a detectar fallas, a trabajar en gomería. Cuando terminaron el curso, se les dio la posibilidad de sacar la licencia de conducir en la categoría G2.
La apuesta más grande para frenar la informalidad y mejorar la seguridad vial se oficializó el jueves pasado, cuando la Unidad Nacional de Seguridad Vial aprobó por unanimidad la postergada implementación de la libreta de conducir por puntos. El nuevo sistema, que comenzará a regir en el primer semestre de 2026, introduce un esquema de premios y castigos: todos los conductores partirán con ocho puntos y podrán acumular hasta 15 si logran mantener un historial limpio de infracciones durante un período determinado. Las faltas restarán puntos según su gravedad y, en los casos más extremos, una infracción muy grave podrá dejar la libreta en cero de un solo golpe. Para recuperarla será obligatorio aprobar un curso de actualización en normas y manejo.
Dentro de esta categoría de infracciones muy graves se encuentran el conducir bajo el efecto de alcohol y otras drogas, negarse a las pruebas para detectar estas y participar en competencias vehiculares no autorizadas.
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