Veintitrés años atrás, cuando Myriam Iglesias empezó a manejar un taxi, las esquinas de la avenida 18 de Julio eran las más codiciadas para conseguir buenos viajes. En ese momento eran apenas cuatro o cinco las mujeres taximetristas. Sus compañeros de trabajo solían tratarla con cordialidad —dice— como una especie de respeto a la osadía de meterse en un trabajo tan sacrificado y en un ambiente de hombres. Pero había, como siempre, una excepción: un veterano de origen italiano empecinado en cerrarle el paso.
Siempre le pasaba lo mismo. Myriam se arrimaba a la esquina con Río Negro y entonces el italiano hacía su acto:
—Buenos días —le decía Myriam.
—Váyase.
Le respondía él, pura hostilidad.
—¿Por qué me voy a ir?
—Acá solo paran hombres.
—¡Y a mí qué me importa! Yo voy a parar donde quiera -le respondía ella.
El taxi le abrió las puertas cuando la crisis económica de 2002 hizo quebrar su negocio de traslado de escolares y de artistas internacionales al hotel Oceanía. Buscando trabajo, vio un aviso en el diario en el que pedían choferes para manejar taxis. Se presentó y al día siguiente ya estaba con un auto en la calle.
Empezó en un Siena color negro, después pasó a un Fiat Uno, luego a un Siena blanco y le siguió un Toyota Etios, y así transcurrieron los años de coche en coche —unos 50 o tal vez más— hasta el Suzuki Dzire que ahora conduce. Llevan recorridos más de 131.000 kilómetros juntos en largas jornadas de 12 horas, durante seis días a la semana.
—He trabajado más, ¿eh? He trabajado 15 o 16 horas.
—¿Por necesidad?
—Sí. Y también por la adrenalina de estar de viaje en viaje.
Myriam conversa y con un gesto automático acaricia el volante con delicadeza, como quien pasa la mano por el lomo de un gato o la cabeza de un niño. “Es que él es muy mimoso, conmigo trabaja bien”, dice.
Para trabajar, ella prefiere la noche.
—Ahora salgo a las 3 AM, pero antes agarraba el auto a las 12 de la noche y me iba por la zona de los boliches. Hasta las 5 o 6 AM no paraba.
—¿Qué te gusta de la noche?
—La plata —dice con picardía.
Nunca chocó.
No necesita usar el GPS.
Y aunque está a punto de cumplir 72 años, se resiste a jubilarse. Extrañaría la rutina del taxi, intuye. Aunque también fantasea con pasar el día cocinándoles a sus nietas, y cuidando las plantas de su jardín, y levantándose tarde... Pero su patrón le pide que aguante un poco más. Para motivarla, le aumentó la comisión que gana por viaje. Le dice que de sus empleados, ella es la más solicitada. Especialmente ahora que el taxi abrió las puertas a las mujeres y ellas empezaron finalmente a tomar las calles.
Por la independencia.
Es un ambiente masculino, es cierto; pero en su funcionamiento interno Radio Taxi Patronal (141) tiene una dinámica más bien matriarcal. La gerencia general está a cargo de Elizabeth Antelo (con tres décadas en el rubro) y la gerencia de radio es territorio de Claudia Rivero (con 20 años entre taxis). Quienes hacen el control del estado de los autos son mujeres. Y, a no ser por los tres hombres que se incorporaron recientemente al plantel, en el call center también predominan las mujeres.
La convivencia entre géneros no es problemática aunque sí hay algunas rispideces. Por ejemplo, en un primer momento los conductores se resistieron a que fuera otro hombre el que le diera indicaciones por radio. En la calle, en tanto, “hay muy buenos compañeros”, dicen algunas taximetristas, pero también ocurren situaciones filosas. En la fila de la terminal Tres Cruces, algunos choferes suelen rebasar a los coches conducidos por mujeres. Pasan ellos primero, aunque luego a todos les toca esperar a los pasajeros. También es habitual verlos hacer algún cabeceo recriminatorio en el tránsito, como una señal de desaprobación ante una maniobra de la taximetrista de turno, relatan. Como sea, esos comportamientos van mermando a medida que la cantidad de conductoras crece.
En la calle hay 2.700 móviles que son manejados por unos 5.000 conductores, de los cuales el 10% son mujeres. Nunca fueron tantas. Esto es una buena noticia para la Patronal: un objetivo cumplido.
En mayo pasado, la compañía líder (141) lanzó un comercial motivando a que las mujeres “se animen a subirse a un taxi”. La publicidad logró una buena repercusión, al punto de que cinco de los 30 ingresos de esta semana son mujeres.
“Lo que nosotras queríamos difundir es que esto no es solo algo de hombres”, dice la gerenta Antelo. El pedido es, en parte, hijo de la necesidad. Cada día el call center gestiona 42.000 viajes, a los que se les suman los que se levantan en calle. Esta cifra va en aumento pero conlleva una mayor demanda de choferes en general; choferes disponibles para el turno nocturno en particular y, además, con un perfil alineado al cambio de imagen que quieren darle al servicio. Y en esto las mujeres son una pieza clave.
Tienen más paciencia y en general un buen trato, plantean desde la gerencia. “Son más precavidas y cuidan mejor el auto”, agregan. Y “chocan menos”.
El taxi es además un atajo para una segunda oportunidad. O la chance para empezar de nuevo. “No exige estudios, ni referencias laborales, ni tiene límite de edad”, apuntan desde la Patronal. Dos años de antigüedad de una libreta de conducir profesional, carné de salud al día, cursar una capacitación y aprobar una prueba sencilla alcanzan para empezar a trabajar. Es un combo atractivo.
Opina Rivero:
—A mí me parece que muchas mujeres están viniendo al taxi por un tema de la independencia que te da.
Por la independencia, dice.
De la casa a la calle.
Jacqueline —solo Jacqueline pide, sin el apellido— empezó en mayo en el taxi, cuando vio el comercial por la televisión. Tiene 41 años. Antes fue empleada doméstica y cocinera en un CAIF, pero terminaba renunciando para ocuparse de sus hijos. Este es el primer trabajo que tiene después de 20 años siendo ama da casa.
De la casa pasó a la calle, sin escalas. “No sabés lo que era, tenía la mente recerrada cuando salí”, cuenta. La apoyaron sus hijas; “que se animara”, le insistían. Pero el marido no. “Metete de guardia de seguridad, pero no en el taxi”, le pidió. No quería que estuviera en un ambiente de hombres. “Si las cosas vienen mal, la mayoría de las que entramos en el taxi nos separamos”, dice Jacqueline.
—¿Se gana bien?
—Sí. Yo me pongo una meta: llegar a los 6.000 pesos y cuando llego, corto.
—¿Y cuántas horas te lleva eso?
—Unas 12 horas.
El primer viaje no le fue fácil. Además de los nervios tuvo que lidiar con un auto en mal estado, “una carretilla” que le dieron. Lo describe así: la parte de abajo del volante estaba floja y la llave de encendido tenía un juego “que más que juego era una cerradura rota”. A las pocas cuadras, se le quedó el coche. “No tenía ni la radio prendida, una vergüenza. Vinieron dos policías en moto a decirme que estaba obstruyendo el tránsito, les expliqué y tuvieron que bajarse y ayudarme a empujar el auto”, cuenta entre risas.
Cambió de patrón. El segundo no fue mejor. “Me llamaba y me decía, ‘te estoy mirando Jacqueline’, y yo decía, ¿por dónde me mira? Me llevó cinco minutos encontrar que había puesto una cámara en el auto que me apuntaba”. Además, no le permitía sumarse a un grupo de WhatsApp que integran unas cincuenta taximetristas que se acompañan cada jornada en la ruta. Se dan los buenos días, hablan de todo —“hasta de los gatos hablamos”, dirá una de ellas— y se cuidan mutuamente cuando les tocan viajes peligrosos.
“Salite ya del grupo, porque mis trabajadores no están en ningún grupo que no sea el de esta flota”, le dijo el patrón.
Pero se quedó y sus colegas la recomendaron con otro administrador.
—Me he sentido muy agotada por lo extenso que son los turnos, pensé en dejarlo pero me apoyaron las chiquilinas del taxi, son las que me han sacado de barrios complicados también, porque yo me ponía nerviosa y no sabía salir y me metía cada vez más adentro —cuenta.
Cuando toca un viaje difícil, se activa el chat nombrado “peligro”. La conductora les comparte a sus colegas la ubicación en tiempo real y sus compañeras están atentas. A veces se dejan “en línea abierta” escuchando la conversación con el pasajero. Si todo va bien, usan una palabra clave: “Cien por cien”.
—Yo salgo a las tres de la mañana a trabajar y sentir que hay otra mujer a esa hora en la calle y que te da los buenos días me hace mucho bien. Me subo al coche y escribo en el grupo: “STX 2282 en la ruta, ¿quién más está por ahí?”. Y empiezan a caer las compañeras —cuenta Lorena Rocha.
Lorena era mitad dueña de una panadería, la cerró y a los 49 años le tocó reinventarse. “Tenía el pensamiento machista de pensar que los taxis eran solo para los hombres, porque imponen otro respeto y seguramente les robaran menos que a una mujer”. “Mi currículum no está tan aggiornado a las exigencias de ahora —continúa Lorena— y la verdad es que se te va poniendo fino el embudo. Y pensé, robarme pueden robarme en cualquier lado”.
Se animó. Pero por las dudas sale a la calle cargada de amuletos. En el bolsillo, guarda una piedra para la protección. Junto a la libreta de conducir lleva una hojita de laurel “para la abundancia” y en la billetera una runa para atraer dinero.
Para negociar el sueldo lo mejor es tratar directamente con el propietario del coche, aconsejan. Pero lo usual es trabajar para un administrador que oficia de intermediario. Las taximetristas ganan una comisión del total facturado. De acuerdo a lo relevado para este informe, el porcentaje oscila entre 29% y 33%, cobrando más los feriados y domingos.
—¿Es un buen sueldo?
—Creo que deberíamos cobrar mejor -dice Lorena. Yo ganaba 270 pesos la hora mientras trabajé como doméstica y, si sacás la cuenta, después de 12 horas de trabajo ganamos mucho menos que una empleada doméstica y llevamos vidas, trasladamos gente que además muchas veces descarga sus problemas en el coche, ¡así que al viaje súmale que somos unas psicólogas exprés!
La beca de Bocca.
Los pasajeros quedaban helados. “¡Mirá, es una mujer!”, le decían a Marcela Sueiro 20 años atrás, cuando arrancó como taximetrista. “La gente es adorable con nosotros porque tenemos otro carisma. Capaz porque somos madres tenemos otra empatía, no lo sé. Pero este es un trabajo que, si sabés manejarlo bien, es muy lindo”.
Después de todo es atención al público, recuerdan desde la Patronal. El auto es una especie de oficina, o algo más. “Al auto lo trato como si fuera parte de mi casa, por eso lo tengo impecable. Me encanta que esté perfumado para darle un buen servicio al pasajero”, dice Marcela.
Parte del servicio es saber a quién hablarle y de qué. Ni de vírgenes ni de santos. Ni de cuadros de fútbol. Y nada de política. La Selección es un clásico: un lugar común que no falla para romper el hielo. O “qué difícil que está el tránsito...”
—Y del clima: siempre se habla del clima —dice Norma Aldrich, de 66 años de edad y 22 arriba de un taxi.
Una profesión que la amparó cuando en las entrevistas de trabajo le decían “que estaba muy vieja”; en la que la apodaron “las pocas pulgas” porque solía enojarse cuando los autos no estaban en buenas condiciones para salir a trabajar.
Una vez Norma la llevó a China Zorrilla, “pero nada, no me habló”. También a Rubén Rada: “Tampoco, no dijo ni una palabra”.
El que resultó ser un excelente pasajero es Julio Bocca. La taximetrista Marcela lo recogió en el barrio Punta Carretas y, de camino al auditorio Adela Reta —cuando aún era el director del Ballet Nacional del Sodre—, le contó que su hija hacía ballet. Bocca le pidió una tarjeta y ella se la dio sin esperar nada. Al poco tiempo recibió un mail con entradas para una función de La Bayadera y el ofrecimiento de una beca para que su hija entrara a la Escuela Nacional de Danza.
Que la mujer maneja más tranquila. Que las pasajeras las prefieren en el volante, sobre todo cuando se toman un taxi en la noche. Pero no siempre las mujeres están dispuestas a ser trasladas por otra mujer. Ninguna de las taximetristas entrevistadas fueron rechazadas por un hombre, en cambio la mayoría sí tuvo un viaje cancelado por otra mujer.
—Hay mujeres que te dan para adelante, que te desean que te vaya bien. Pero me ha pasado de algunas que me dicen que no. “Contigo no quiero ir” y cierran la puerta —cuenta Jacqueline.
Los hombres muchas veces se muestran algo desconfiados, “pero se terminan riendo”, dice. “Me asombro de que muchas personas sienten inseguridad cuando viajan en taxi, pero al ver a una mujer se calman, no sé cuál es la razón”, aporta Lorena.
Una noche fatal.
A los baños los tienen estudiados, hasta catalogados. Los de Tres Cruces son una fija. Y también los de algunas estaciones de servicio. O los de la Patronal, donde también hay una cantina. Las jornadas de 12 horas con horario mixto no son para cualquiera, y la cafeína es un aliado contra el cansancio que empieza a pesar a mitad de la jornada. Cafeína y viento en la cara son la combinación ineludible para combatir el sueño y continuar con una rutina que, si es buena, rondará los 25 viajes.
¿Se meten en cualquier barrio, las mujeres taxistas?
—En todos, pero con algunas diferencias a cuando empecé. Yo tenía la mentalidad de que estaba prestando un servicio y debía estar al servicio de la gente sin importar el lugar donde vivieran —dice Catherine Vielma, migrante venezolana, masajista y taximetrista desde 2022—. Antes, eran las 2 AM y podía estar tranquilamente en Marconi, Piedras Blancas o Villa Española y me sentía muy feliz de poder prestar ese servicio a personas que usualmente me decían que les costaba mucho tomar un taxi en esa zona, por la delincuencia. Yo sentía que tenía la misión de llevar a la gente sana y salva a su destino, pero tuve que cambiar mi mentalidad luego de que me robaron y se hicieron más frecuentes los tiroteos en algunos barrios.
En el taxi lo más común son los arrebatos, porque ya casi no se maneja efectivo. Pero aún así la violencia acecha. A las taximetristas les toca ser testigos de una calle salvaje. Lorena llevaba ocho meses cuando en medio de un traslado vio a un conductor que atropelló —y mató— a un enfermero, en la puerta del Hospital Italiano. El hombre no se detuvo y Lorena con la pasajera lo siguió. Filmó el auto roto, llamó a la Policía y encaró al joven, que luego se supo que iba alcoholizado.
Después marchó con la pasajera a declarar en la comisaría, la dejó en su casa y a la vuelta —ya eran las nueve— la paró un hombre. Llovía y Lorena sintió pena. El hombre se subió a prepo en el asiento delantero y ella le contó todo lo vivido.
—Me dijo, ‘mirá, a mí no me importa, yo tengo una hija enferma y necesito la plata’. Me puso una cuchilla debajo del brazo y me robó.
La experiencia que da la calle le enseñó a detectar a las personas. “Usás lo que te late adentro”, dice.
—Vos mirás a las personas y tenés que decidir. No, no te voy a parar; no puedo. Capaz le erro. Ojalá le erre —reflexiona.
Esa noche fatal ya no importaron los viajes. Bajó la velocidad y manejó derecho hacia su casa. “Yo perdí a mi padre hace tres años y lo extraño todos los días. Esa noche le dije, papá, que prueba fuerte me estás poniendo, no quiero estar acá, llévame para casa por favor”.Al día siguiente, no trabajó. Pensó en dar un paso al costado, pero desistió.
El taxi ya la había ganado.
—Cuando vos vas sola en el auto hablás, cantás, hacés un mea culpa de las cosas, te psicologeás; hacés de todo adentro del taxi, y después charlás con los pasajeros y todo eso te hace bien. A mí me encanta. Ser taximetrista se convirtió en mi mejor terapia.
“Fue muy loco. Ha sido el robo más gentil de toda mi vida”
Un domingo de noche, Catherine Vielma fue a levantar un viaje en una zona complicada. No acostumbraba a sentir temor: en su Venezuela natal la delincuencia era mucho más violenta que en Uruguay, cuenta. Además ella sentía que tenía la misión de brindar un servicio incluso para las personas que vivían en lugares donde los taxis preferían no entrar. La pasajera que esperaba era una tal Pamela, que no aparecía. Se acercó al auto un joven haciendo señas, que lentamente pasó la mano por una franja abierta de la ventanilla y sujetó la Tablet. “¡Apagá el auto! ¡Apagá el auto”, le gritó. Con la otra mano la apuntaba con un arma. Ella quedó paralizada. De golpe otros cuatro hombres rodearon el auto; uno de ellos con otra pistola empieza a golpear el vidrio del copiloto gritando, “¡Abrí el auto! ¡Abrí las puertas!”. El hombre intentaba romperlo, ante su falta de respuesta. El primer asaltante lo detuvo: “No le rompás el vidrio, ¡no ves que está trabajando!”. Como pudo, Catherine logró desbloquear el auto y los cinco empezaron a revisarlo íntegramente: uno en cada puerta, el quinto en la valija. Y luego a ella. Cuando la bajan del auto, ella se desmayó.
“Me desperté con ellos mismos reanimándome. Uno decía: ‘¡reaccioná che, no vamos a lastimarte!, y me daba palmadas en la cara. Otro dijo, ‘dale coca cola’, y agarraron una botella que tenía y me dieron sorbos. Me decían, ‘no te asustes, mirá las armas no tiran. Me acomodaron en el auto y antes de huir me preguntaron, ‘¿estás bien?, ¿podés conducir?, ¿sabés volver?’. Fue muy loco. Ha sido el robo más gentil de toda mi vida”, dice.