—Pah… —dijo Bruno y sonrió.
La vibración del arma lo desestabilizó. Dio unos pasos hacia atrás para acomodarse. Nunca había sentido algo así. Su tío se la había puesto en la mano. Ese año, Bruno había cumplido 14 años. Parado al lado suyo, el tío lo vio disparar una vez. Probó otra vez. Entendió que Bruno lo tenía que acompañar.
Sobre Avenida de las Instrucciones hay un pasillo que no tiene nombre. Ahí corren todos los días sus hermanos y primos chicos. La primera casa a la izquierda tiene un jardín con plantas de mil colores. A unos pasos y del lado derecho salta el perro de los vecinos que anuncia cada llegada. Las últimas tres casas son las de Bruno, su tío y su hermana.
La puerta es una tela. Entre ella y el pasillo, hay una pared de madera. Desde afuera se escucha todo: los rezongos, los gritos, las charlas. El cuarto de Bruno también se separa del resto de la casa con una tela pesada naranja. Detrás de ella está su cama: un colchón desnudo, sin sábanas y con un par de manchas grisáceas en el medio. El colchón encaja a la perfección con el tamaño del cuarto. No hay espacio para nada más salvo un pequeño estante que sostiene una cafetera y una caja de zapatos vieja.
Desde afuera, aquel día se escuchaba el llanto de la madre de Bruno al ver las armas en su cuarto. Esas armas que le había dado el tío y que estaban sobre el colchón.
El día que Bruno tomó el arma, su hermano, Lautaro, tenía ocho años. El más chiquito de la familia, Santino, no existía aún, pero Ramiro tenía uno. Ludmila, la hermana que sigue viviendo en la casa con ellos, tenía 12 años. Sus tres hermanas mayores hace tiempo se habían mudado. Bruno era entonces el hermano más grande de la casa.
En Uruguay hay 609.772 armas registradas según cifras de 2022, pero en circulación son muchas más. Si se sigue la estimación de Small Arms Survey, un proyecto de investigación suizo, cada arma que se registra corresponde a un arma más, ilegal. Eso significaría, por lo menos, 1.200.000 armas en circulación en Uruguay. En promedio un arma cada tres uruguayos (ver recuadro más abajo).
Hoy en día las armas automáticas permiten efectuar unos 30 disparos en un solo jalar del gatillo. Se habla de los “rafagazos”. De esa forma los grupos delictivos demuestran su poder de fuego, según relata a El País el fiscal de Homicidios Carlos Negro.
"Es como un vicio".
Alexis tiene 18 y dice que hoy sí conoce “la calle”.
—Yo era un niño de casa. Un niño que no salía a la calle, no salía a las plazas, pasaba encerrado… No sé, nunca salía… En ese momento era inocente. Pero igual para mí la violencia era normal. Mi padre era alcohólico y cuando él tomaba me golpeaba. Y yo creo que ahí me volví un niño agresivo.
Casavalle, el barrio donde viven Bruno y Alexis (los nombres son falsos, han sido modificados para preservar su identidad), pertenece a la seccional policial 17. Desde el Visualizador de Violencia y Criminalidad del Ministerio del Interior se observa que es la seccional con mayor cantidad denuncias por violencia doméstica, la segunda con mayor tasa por 100.000 habitantes (1625,6).
Alexis cuenta que un día, cuando tenía nueve, un compañero le puso chinches sobre su banco. Él volvió y sintió el pinchazo. Agarró su silla y se la partió en la cabeza. Al rato estaba de vuelta en su casa.
Al igual que sus cuatro hermanos, Alexis empezó el liceo para poder seguir estudiando, como su madre le había enseñado.
Pero, en vez de asistir a clase, trabajaba en una leñería, salía casi todas las noches, vendía marihuana, trabajaba siendo guardia en un búnker (donde guardan y venden droga) o en fiestas clandestinas que organizaba el tío de su nuevo amigo del liceo. En estos últimos dos casos, siempre debía estar armado. Tenía 13 años.
Él y Bruno son jóvenes, como la mayoría de los portadores de armas en Uruguay. El 98% son hombres.
—A veces llegaba a casa y no había ni para comer —cuenta—. Estaban mis hermanos menores, entonces de alguna manera había que ayudar.
Pero a veces pasaba dos, tres días antes de volver a su casa. El tío de su amigo lo trataba como un hijo. Nunca le hizo problema como al resto que trabajaba para él.
—Es como un vicio. Una vez que empezás es complicado… Te querés seguir involucrando más porque hay más plata de por medio.
—¿Por qué decidiste dejarlo?
—Nos amenazaron de muerte. A él y a mí. Lo amenazaron por ser sobrino de él (el jefe) de cuatro barrios distintos. A mí me amenazaron del 40 semanas. Ahí fue como… ya está.
Tener una familia desestructurada donde solo la madre está presente, que puede darles poca atención porque son “un montón” de hermanos y que “con suerte” trabaja, son varios de los factores que según Diego Sanjurjo, asesor del Ministerio del Interior, se presentan en un adolescente que comienza a delinquir. A esto se le suma tener padre o un referente de vida preso, nivel educativo bajo, problemas de drogadicción, violencia familiar o barrial.
Esas causas se vienen observando hace muchos años, dice Sanjurjo. En Casavalle, donde viven Bruno y Alexis, se ven muy seguido.
Desde fines de 2017 el ministerio llevó a cabo el Operativo Mirador tras una serie de desalojos por parte de Los Chingas, un grupo delictivo que se formó en la zona de Unidad Misiones, en Casavalle. Ese año, el grupo llegó a desalojar a 110 personas a la fuerza, amenazándolas. En 15 días, desalojaron a 77 personas.
Aunque esa violencia ha disminuido en los últimos años, Casavalle sigue siendo zona roja. Es la segunda seccional con mayor tasa de homicidios (37,9 cada 100.000 habitantes).
Casi todos los días, antes de la medianoche, Alexis escucha “rafagazos” desde su casa.
La iglesia.
—Estoy cumpliendo un sueño, mamá —dijo Bruno sacando su cuaderno de la caja de zapatos en el cuarto—. Salgo para la plaza.
—Bueno, pero cuando llegues comé —le recordó la madre; arriba de la mesa había una fuente con tallarines con tuco. Eran las cuatro de la tarde y la casa estaba oscura. Almorzaban Santino, Ludmila y su madre. La cocina estaba iluminada por una bombita pelada que colgaba del techo.
—Pará, mamá, ¡no oramos! —dijo Santino. Ellas ya habían empezado a comer.
Antes no lo hacían. Fue una costumbre que tomaron cuando Bruno estuvo internado en Beraca, que depende de la iglesia neopentecostal Misión Vida para las Naciones y donde rehabilitan a adolescentes y jóvenes con problemas de adicciones.
En diciembre de 2022 él llegó al hospital por sobredosis de cocaína. Cuando salió, fue a Beraca. Pasó varios meses lejos de su familia. Los podía ver los días de visita, que solían ser los domingos. Ahí, antes de almorzar, oraban. Para Bruno esas visitas no eran suficientes. Extrañaba mucho. Sobre todo a su madre.
En Beraca conoció la Biblia, la palabra de Dios. Por eso se tatuó una calavera con alas de ángel en el pecho. Era la fusión entre lo carnal, la calavera, y lo espiritual, las alas. Creía que tenía que dedicar su vida a dejar de ser carnal para poder elevarse al cielo. Eso incluía evitar drogarse, el sexo y la violencia. Así podría predicar la palabra de Dios y amar a todos.
La iglesia también jugó su papel en la vida de Alexis. La amenaza de muerte le pesaba, las peleas en las noches, la droga. El liceo nunca supo ser su lugar de escape.
—Yo no estaba en mi mejor momento. Era jueves, había salido de estudiar, le había mentido hasta al adscripto. Me acuerdo porque quería salir a matarme. Me quería suicidar y… no pude. No pude y llegué llorando a casa.
Alexis recordaba que su madre siempre le decía: “Dios va a ser el único que realmente puede ayudarnos”.
—Llamé a mamá por teléfono —siguió Alexis —. Y le dije: “No sé, yo quiero cambiar. Quiero ir a la iglesia”. Y al otro día, el viernes, fui.
Su madre los llevaba siempre a la Iglesia Universal, aquella que tiene unos ventanales negros inmensos y está sobre 18 de julio. Aquella que dice “Jesucristo es el señor” en letras plateadas. Los llevaba ahí porque fue la iglesia que conoció cuando era chica. Y Alexis, ya adolescente, dejó de levantarse todos los domingos temprano para ir. Pero su madre siguió yendo.
Cuando Alexis volvió, encontró en la iglesia un lugar donde se sintió seguro, más tranquilo consigo mismo. Se unió a “Arcángeles”, un grupo de jóvenes que se habían alejado de la iglesia y estaban queriendo volver. Se unió también al grupo de deporte y al grupo de cultura, donde preparan coreografías y cantos espirituales.
Uno de esos días en la iglesia, un referente se acercó y le dijo:
—Hay un chico de tu barrio.
—¿De mi barrio? ¿Acá? ¿Cómo?
Allí estaba Bruno. Se había acercado a la iglesia y participaba en un grupo. Comenzaron a charlar y se dieron cuenta que conocían a las mismas personas del barrio pero nunca se habían visto la cara.
Hoy Alexis es una de las personas con las que Bruno comparte su fe. No es la única. En sus canciones, Bruno habla de Dios. Busca llevar la palabra de Dios al resto, a sus fans. Por eso, su nombre artístico es BJC: Bruno Cristo Jesús.
"Yo por ti me robo hasta el blindado".
Bruno tiene un tatuaje sobre el largo de su antebrazo: una rosa con pétalos rojos y tallo verde que resalta en la palidez de su piel. Es su flor favorita. Cada vez que las ve, las arranca. Mientras buscaba su cuaderno en la caja de zapatos de su cuarto, encontró una rosa blanca que había guardado hace unos días.
—Se me pudrió la rosa, Ludmila —dijo Bruno haciendo puchero mientras salía de su cuarto. Los pétalos tenían los bordes teñidos de marrón.
—Sí, te dijimos que no iba a aguantar —respondió Ludmila.
—¡Ahh! —la cortó Bruno—. Pensé que la había perdido. La busqué en la plaza pero no aparecía. Entonces se agachó y levantó del piso de hormigón una medallita en forma de corazón. Le había quedado solo la cadena.
Esa medallita se la había regalado una fan en la plaza. En la tapa del cuaderno escolar en el que escribe sus canciones tiene las firmas de dos fans. Se cruzó con ellas en una plaza, improvisó y a ellas les gustaron sus canciones.
La plaza a la que Bruno va cuando no sabe qué hacer tiene una cancha de básquetbol y un anfiteatro. Ahí conoció a varios de sus “compañeros”. Compañeros que no son amigos sino personas con las que se reúne y sale por las noches.
Agarró el cuaderno y caminó a la plaza. Su musculosa de básquetbol combinaba con el gorro de visera blanco. Levantó ambos brazos, los dobló por el codo, y contó:
—Agarré los dos machetes. Iba así, a lo brasilero —dijo simulando que tiraba los machetes— y me acerqué a él.
El día anterior había discutido con un hombre en la plaza. La discusión aumentó hasta que el desconocido lo golpeó. Bruno volvió a su casa y agarró las armas que tenía guardadas.
—Volví a la plaza y apareció la madre. Se asustó, me pidió “por favor, por favor, no le hagas nada a mi hijo” mientras lloraba.
Era viernes por la tarde y había sol. Mientras caminaba se escuchaban los tiros al aro de básquetbol y las charlas de las familias que tomaban mate del otro lado de la calle. Bruno seguía con los machetes imaginarios en el aire.
—¡Hoy a las nueve, mano! —gritó a dos adolescentes que cruzaban en una moto. Faltaba una cuadra para llegar a la plaza. Mientras se reía, siguió contando:
—Yo todavía con los machetes levantados le dije: “Wow… Tranquila, madre, no te voy a hacer nada, yo no soy así”.
Al ver la desesperación de la madre, bajó los machetes. Le pidió que hablara con su hijo, para arreglar las cosas. Enseguida hablaron entre ellos y el hombre le pasó un papel de cuaderno que tenía su número de celular escrito con un marcador azul. Increíble pero cierto: le prometió que lo ayudaría a grabar un videoclip para una de sus canciones.
Tiempo después planearon cómo iba a ser. Saldrían de su casa con el auto del hombre e irían —mientras lo filmaban— hasta una casa frente a la plaza.
La música comienza con la voz de fondo de una periodista: “La persona llevaba un arma y un chaleco antibalas…”. Acompaña el sonido de armas recargándose y disparando, como ametralladoras que se fusionan con el beat que le prepararon para tener como base de la canción.
En esa casa se suele reunir con sus compañeros. La canción, “Corazón roto”, comienza:
Ey, recuerdas esa noche, esos momentos que juntos pasamos / Todo ha sido un engaño / Amor, recuerdas que yo te llevé al cielo en una noche de pasión / Tú recuerdas esos momentos que juntos le dimos páginas al amor / Ahora me vuelves loco / Me tiras por el Instagram que ya tienes el corazón roto / Y tú lo sabes que yo estoy puesto pa’l amanecer / Yo por ti me robo hasta el blindado / Mataría al más cercano que estuviera a mi lado / Porque sería traicionero el primero que te dio la mano / Esos momentos lindos que compartimos tú y yo.
Se registran 44 armas por día; ¿y las ilegales?
En Uruguay, el número de armas de fuego registradas era de 609.772 en 2022, según datos oficiales. En diciembre de 2020 se publicó el decreto 345/020 que regula la tenencia, el porte, la comercialización y el tráfico de armas, municiones y otros materiales. En realidad este decreto reglamenta la ley de armas de 2014, que ya había sido reglamentada por un decreto de 2016, que esa nueva normativa derogó. Pero hay un dato: la cantidad de armas que se registran por año ha aumentado su número seis veces. En 2016 se realizaron 2763 trámites de regularización y en 2023, 16.060; teniendo en cuenta que se registró un promedio de 44 armas por día.
Se sabe que hay más en circulación pero es difícil conocer su número.
En 2017 se realizaron 4.190 trámites de regulación de armas. En 2019, 4.201 trámites y en 2020 (inicio de la pandemia) descendió casi la mitad: 2.361. El año siguiente, 2021, hubo un salto y fueron realizados 12.048 trámites aumentando la cantidad hasta 2023, como se mencionó anteriormente. Si se tuviese en cuenta la estimación de Small Arms Survey, un proyecto de investigación suizo, la cantidad de armas que se suman por año a circulación sería el doble que aquellas que fueron registradas legalmente.
La oveja negra.
—Hace mucho que no vengo acá —dijo Bruno mirando a su alrededor en la Gruta de Lourdes en Avenida de las Instrucciones. Se sentó en una roca y se arremangó el jean.
—Esto me lo hice cruzando la zanja —dijo señalando una cicatriz en su huesuda rodilla.
Cuando iban a la Gruta de noche, se metían por entre los árboles. Bruno tiraba su bicicleta al otro lado de la zanja que estaba delante de la hilera de árboles. Toni, Marcos y Lucas, sus amigos de toda la vida, saltaban la zanja a oscuras junto a él.
Hoy se cruza con Toni pero ya no es lo mismo. Charlan algo, pero hasta ahí. Solía pasar todas las semanas en la casa de Marcos. Él sí terminó el liceo y trabajó en McDonald´s. Se criaron juntos. Pero hoy casi ni se cruzan.
Cuando Bruno estaba cursando segundo de liceo por segunda vez, sus amigos habían avanzado y ya no compartía clases con ellos. Fue tres meses y después dejó definitivamente. Esto en 2018. Un año después de que su tío le haya dado el arma por primera vez. Un año después de que lo empezara a acompañar a copar casas y a robar celulares.
—Yo soy la oveja negra de la familia —dijo Alexis.
—Yo también —sonrió Bruno.
—En ese momento yo hacía lo que quería. A nadie le importaba. Nadie me decía nada —siguió Alexis—. Y nunca tuve la rapidez mental que tienen mis hermanos, el nivel de inteligencia para estudiar. Siempre me costó. Pedía ayuda a los profesores y no me ayudaban. Y viste, yo soy calderita de lata. Me decís algo y… bueno, no pude seguir.
Cuando Alexis vendía marihuana, tenía que pasar por el barrio 40 semanas y había muchos roces con gente de allí. Hasta tercero de liceo fingía que iba a clase.
—Yo era un gurí muy inseguro en lo que hacía —recordó Alexis—. Y lo que me llevó a ese mundo fue mentir. Yo decía “yo sé, yo sé”, pero no sabía nada de ese mundo. Decía que me drogaba y no me drogaba. Pero después, cuando me empezaban a presentar veía cómo el resto lo hacía y yo también lo hacía. Me dejé llevar por la mentira y por no querer ser menos que los demás. Eso me terminó llevando más adentro.
Muchas veces ese es el “caldo de cultivo” que va construyendo a esas bandas “más o menos organizadas”, y tiene que ver con grupos de pares, jóvenes, varones y familia extendida.
Esta marginación, dice el sociólogo Gabriel Tenenbaum, también se puede ver en la segregación de estos barrios. Cuando hay fronteras naturales, como puede ser un cerro, un arroyo (como lo es el Miguelete en Casavalle), una ruta o un puente, se segregan los territorios y los encapsulan.
Sentado en la Gruta, Bruno se levantó el gorro desde la visera, se acható el pelo y dejó ver los costados de la cabeza. Sobre sus orejas, su pelo estaba rapado en degradé.
Entonces pidió que lo grabaran y comenzó a rapear. Ese video se lo mostraría a su madre, a Santino, a Ludmila. Tal vez lo subiría a su cuenta de Instagram donde publica sus demás canciones. El rapeo terminó con “el barrio está caliente”.
—¿Por qué está “caliente” el barrio?
—Es lo que dice la gente. El barrio cambió. Antes la gente respetaba. Caminábamos por la calle con mi tío y su hermano, y la gente nos respetaba. Ahora le roban a mi familia desde que ellos están en la cárcel y hace que respondan.
Las noches.
Hay días en los que Bruno sale para la plaza y no sabe qué va a hacer. A veces va al gimnasio, a clase de música en un centro municipal. Otras veces juega al básquetbol, se queda en la casa de algún compañero o le dan ganas de salir.
Hace poco llevaba plata en el bolsillo y era para hacerse una fotocopia de la cédula de identidad.
Hace ya un año que Bruno quiere entrar al cuartel. Desde que volvió de Beraca está haciendo trámites para entrar. Ya tiene los exámenes médicos, la escolaridad, un certificado de antecedentes judiciales, la credencial cívica y ahora, la cédula. Por medio año no la tuvo. Cuando fue en bicicleta para hacerse la credencial en Ciudad Vieja la perdió y hasta diciembre de 2023 no la había conseguido de vuelta. El último paso que le queda es hacerse la fotocopia de la cédula. La plata la tiene. Con las salidas de los fines de semana, la pierde.
Intenta volver temprano cuando sale, antes de las dos o tres de la mañana, para no recaer. Después le cuesta más. Siempre pasan por uno de los “negocios 24 horas” o “quioscos nocturnos”. En la mañana te venden un alfajor, y de noche te venden un alfajor y alcohol, marihuana, cocaína, ácido, pasta base.
A veces no compra. Los compañeros sí, para compartir entre ellos y las “wachas”.
Hay noches que “no consume” cocaína y toma alcohol y fuma marihuana. Eso lo hace querer consumir otras cosas. Y después, cuando se hace tarde, y le dicen que lleve una mochila al 40 semanas, un barrio que está a unos 40 minutos caminando, lo hace. Ya lo ha hecho. A veces con la plata que gana le compra la garrafa a la madre o hace los mandados de la casa. Otras veces la guarda para los “quioscos nocturnos” o “negocios 24 horas”.
Un día agarró la mochila y se subió a la bicicleta. Estaba empastillado pero sabía lo que hacía. Y la Policía también sabía. Creyó que lo seguía un helicóptero. Cuando miró para arriba salió un camión de un garaje. No lo vio. Siguió de largo con la bicicleta y se dio. Se le cerró el pecho. Sentía que no podía respirar.
—¡Vieja! ¡Vieja! ¡Despertate, vieja! —escuchó una voz que lo sacudía. Era su cuñado, Andrés—. ¡No te vayas, vieja!
Siguió gritando mientras le pegaba cachetadas y le tiraba agua en la cara.
Lo próximo que recuerda Bruno es despertarse en una camilla en el hospital.
—Taba todo enchufado. No sé cómo no me morí. Me tendría que haber muerto ahí. No lo vi... El camión lo ves. Yo no quería más. No quería estar ahí. Estuve unos días y cuando no me querían largar, me saqué los cables y me fui —dijo Bruno riendo. Mientras recordaba, le cambió la cara—. Solo me visitó mi hermana. Solo mi hermana.
A veces llevar una mochila de un lado a otro puede dar unos 5000 o 10.000 pesos. Verónica Pérez Bentancur, politóloga, dice que los grupos que otorgan este tipo de trabajo actúan en lugar del Estado ausente en ese barrio, en donde no es fácil obtener trabajo por la poca capacitación y el bajo nivel educativo.
“Si lo pensás racionalmente, es muy probable que sea más redituable para los jóvenes un trabajo en una boca que un empleo que pueda conseguir en el mercado o mediante empleo protegido en programas como el plan ABC”, dice Pérez. Pensando en el sueldo: serían menos horas por mucha más plata, y no tienen que salir del barrio.
Cuando ya había pasado un par de años haciendo ese tipo de trabajos, Alexis pensaba: “¿Para qué voy a estudiar si ya estoy trabajando, si tengo plata?”.
La búsqueda de jóvenes para estos negocios ilícitos también tiene que ver con una manera no violenta de generar lealtad y controlar el barrio. Puede ir desde donar pelotas a clubes de baby fútbol hasta pagarle la luz a los vecinos, ofrecer casa o trabajo, pero aún no se sabe con qué criterio se decide controlar al barrio violenta o no violentamente. Ni tampoco cuál es la más común, porque las acciones no violentas son las que menos se puede ver.
—Somos bichos —dijo Bruno —. Somos bichos.
—¿Cómo bichos?
—Cuando nos hacen algo, somos bichos. Cuando estamos tranquilos, somos buenísimos. Pero si le hacen algo a mi mamá… El otro día a la Mariana le robaron la garrafa —la hermana de su madre, pareja de su tío—. Y Andrés dijo que le iba a cortar la mano a ese.
Andrés, el cuñado de Bruno, era el encargado de guardar en su casa las armas que compartían.
—¿Pero lo va a hacer?
—Sí, sí. Eso va a generar un impacto en el barrio. Para que entiendan que con nosotros no se tienen que meter. Cuando estaban mi tío y su hermano la gente nos respetaba. Pero el otro día, también: nos robaron una bombita. Y un hombre apareció incendiado y estuvo internado en el hospital por quemaduras. Es tocar una bombita y listo. Es horrible.
Bruno vio una flor blanca que tenía forma de rosa y la arrancó. Mientras hablaba, le daba vueltas al tallo en su mano.