Es cierto eso de que Martín Quiroga llega y es como un vértigo. Lleva más de una hora de retraso pero Carlos, su mánager, sabe cómo domar el tiempo con una serie de trucos que dan la ilusión de que ya casi dentro de nada falta apenas un par de cuadras estará aquí.
Estarán aquí, querrá decir. Porque estoy a punto de enterarme de que Quiroga nunca se mueve solo. Ahí está la puerta del bar y por ella pasan ágiles Carlos el mánager, Martín Quiroga y un chico al que presenta como el sobrino. Además, en el auto, hay otra persona esperándolo. Esta es una mini hinchada, dice cuando me cuenta que unos años atrás en vez de cuatro acompañantes me hubiera caído como con quince.
—Antes te venía con tres autos.
—¿A una nota?
—¡Me seguían!
—Pero, ¿quiénes?
—Era el aguante. Yo me quería hacer el que jugaba al fútbol. Pensaba que ir a la puerta de un baile con doce personas estaba bueno. La hinchada, ¿no? Pero la hinchada entra conmigo y se va conmigo. A lo primero era así, pero después entraba con diez y salía con cinco, y el empresario me decía, Martín, me dijiste que entraban diez y salían diez pero se quedaron y armaron lío.
La caravana de “amigos, y amigos de los amigos, y conocidos de los amigos de los amigos” que lo seguía de baile en baile a veces no quería pagar la entrada. Armaban “piñata” si no los dejaban pasar. En la barra le cargaban diez cervezas que después le descontaban del caché. Esto empezó a traerle problemas.
—Hay mucha gente que se cuelga. Hoy por hoy, no tanto. Hoy por hoy, de diez mochilas que tenía me queda una. Fijate que si yo hacía un asado, venían tantos que tenía que gastar 20.000 o 30.000 pesos.
Pero eso ya pasó.
Es parte del viejo Quiroga, parece.
Y de eso vino a hablar.
De una etapa bisagra en la que él, Carlos el mánager, el sello Montevideo Music Group que lo representa, sus dos músicos más importantes —Jesús y José, se llaman— y varios colegas que están dentro y fuera de la movida tropical creen que está atravesando.
Podría ser la apertura a un público nuevo —roquero, tanguero, del reggae, del ska, de la murga canción—, más de conciertos que de bailes, que le permita cruzar definitivamente Avenida Italia al Sur —sin dejar de ir hacia el Norte— en donde resulta que Martín Quiroga es también una leyenda.
Un artista que un empresario guarda en su lista de reproducción de Spotify y que también se corea en las cárceles, en un cantegril, en un cumpleaños narco, en la madrugada en el Tropy, en la fiesta de un futbolista de elite o en una reunión de universitarios.
—Estamos entrando en el mercado ese que hace unos años teníamos cerrado. Que mi banda al menos no cruzaba Avenida Italia. La verdad que estamos tocando en abundantes fiestas, en chacras, en toda la costa —dice el que para muchísimos uruguayos y varios músicos (a pesar de, o gracias a todas sus polémicas) es “el cantor del pueblo”.
Y se ofrece a ir a buscar las bebidas.
Ahí está la barra y ese es Quiroga, que da un brinco y está inclinado hablándole al barman.
Mientras tanto, en la mesa, mano a mano, queda el mánager, Carlos Bagnato —cincuentón, mirada confiable, buzo de lana color camel con el cierre subido hasta la barbilla—. Es uno de los artífices de un plan que según él llevará a su estrella a la verdadera masividad, entrando a otros mercados que todavía no se le abren —como los festivales del interior, que creen que su imagen “de desbunde” es incompatible con un evento para toda la familia, “aunque se pase sacando fotos con niños”, dice Carlos—, a cruzar fronteras con mayor frecuencia, a presentar su próximo y curiosísimo disco, tal vez, en un escenario como el Teatro Solís.
—¿Y Martín está preparado para afrontar todo eso?
—Claro. Hoy es una señorita inglesa.
El auténtico
Muchos años atrás, antes de que Martín Quiroga se convirtiera en una figura mítica de la movida tropical, de que las drogas y el alcohol oscurecieran su voz de ángel, de que Fabián O’Neill se lo llevara por tres días a Italia y de que el “Pelado” Cáceres lo contratara por una semana para que le cante durante unas vacaciones en Parque del Plata, de que sus miles de seguidores le apodaran “el Mick Jagger de la plena”, de que sobreviviera al disparo que su exsuegro le tiró en el pecho, de que le pidan 20 selfies en el trayecto de su casa al supermercado, de que lo llamen para actuar en baby showers, bautismos, cumpleaños de un año, reuniones narco, un asado de amigos, en la cárcel de mujeres, en el exComcar, en casamientos en Carrasco, de subirse invitado al escenario del Cosquín Rock y bajarse ovacionado, de terminar la noche en un after del after del after donde vuelan tiros y a la mañana siguiente desayunar en un programa de televisión en vivo para toda la familia, mucho antes de ser todo eso, Martín Quiroga ya era distinto del resto cuando se paraba en un escenario. Eso lo podía ver cualquiera.
Quiroga, por ejemplo, rompía las reglas de las orquestas tropicales y en determinado momento dejaba de cantar y se colgaba el micrófono en el cuello. Cruzado de brazos, levantaba unos centímetros el mentón desafiando juguetonamente al público a que cantara una letra que quizá no conocía. Esto, en la década de 1990, a comienzos de los 2000, cuando la plena era reina y señora de la noche, y las orquestas tenían directores y competían con ferocidad, y los artistas debían pasar por castings y pruebas de música y canto para ser incorporados al circuito, comprometerse a no cobrar menos de determinada tarifa, y cada dos semanas eran medidos por modistas que les armaban vestuarios brillantes y sedosos, y entregaban sus melenas a coiffeurs que las moldeaban de acuerdo al último grito de la moda, y tenían sesiones con reconocidos fotógrafos, y rivalizaban en las ternas de premios de la movida, subirse al escenario y colgarse el micrófono era una osadía ante tanta estructura.
Era una actitud roquera, aunque el rock por aquella época fuera una palabra prohibida entre pleneros.
—Martín Quiroga le aportó feeling a la movida. Le dio atrevimiento. Hacía cosas que solo a él se le ocurrían —dice Yesty Prieto, emblemático cantante de Karibe con K y L’Autentika, amigo de Quiroga desde esos comienzos, cuando lo vio flaco como un palillo, de esponjoso pelo largo, grabando el tema “Indomable” en el estudio Sondor y quedó boquiabierto.
Quiroga a Yesty le dice tío, pero Yesty lo siente como a un hijo —al que “no puedo pagarle la manutención”, lanza con una carcajada de capo cómico—, con el que intercambia mensajes a diario. Son audios en los que Quiroga apenas le dice hermano o toy acá y corta.
Quiroga, dicen en la movida, es un tipo sencillo, generoso y muy querido. Divertido. Al que sus compañeros —los grandes nombres de la plena—, así como sus fans “le perdonan todo” y lo protegen si se quiere indagar en el estigma que lo rodea, asociado a una vida que se codea con la marginal. Para sus colegas, El Quiró es el más auténtico, “el que nació para hacer esto”, y con eso alcanza.
La carrera de Quiroga comenzó cargada de ascensos. De Platino Super Star a la Karibe y de la Karibe a La Cumana, donde dice él que le gustaría retirarse, como hacen los futbolistas que al final de su carrera vuelven al club de sus amores.
Por los tiempos de La Cumana, antes de cantar sus clásicos más picantes como “La cuerda”, “Papá Noel” o “Yo quiero tomar coca”, cuando Quiroga todavía estaba construyendo un estilo y empezaba a convertirse en un preferido del público trasnochado, Pablo Porciúncula, el más joven integrante de la orquesta, lo estudiaba, tratando de desentrañar cómo hacía él para hacer eso.
—Y le dije un día, ¿cómo hacés eso Martín?, “¿cómo hago qué?”, “¿cómo hacés para cambiar frases, modificar melodías, improvisar letras y que el público se enloquezca?”, y me dice, “yo que sé, estoy ahí arriba y se me ocurre”.
Del Carnaval a las más grandes orquestas
Martín Quiroga tiene 49 años. Creció en Aires Puros y en la adolescencia se mudó al complejo Verdisol. En su casa se escuchaba y tocaba folclore y tango, dos de sus géneros predilectos por fuera de la música tropical. Su primer escenario fue el Carnaval, con los Patitos Cabreros. Allí lo vio el director de la orquesta Platino Super Star. Tenía 15 años. Se presentó a un ensayo y cantó "Polvo de estrellas", la canción que Gerardo Nieto compuso para Karibe con K: “Los Beatles de la movida, en esa época”. Además de cantar trabajaba en una panadería y después lo hizo en una imprenta y en un reparto. Después de su debut como “el principito de platino”, donde se lució por su voz melódica, con temas como "Te amaré", que sigue formando parte de su repertorio, ascendió a Karibe con K, y de Karibe a La Cumana, donde encontró su lugar y le gustaría retirarse, “para lo que no falta tanto tiempo”, desliza. Durante un tiempo, intoxicado “por la noche y lo que trae”, dejó la música. Volvió en 2010, como solista y poco a poco formó su banda La Selección.
“Todo lo de él es auténtico. Lo que él piensa lo dice y lo que siente lo hace”, dice Gerardo Nieto, referente de la plena.
“Es lo más real que vi”, apunta Francis Andreu, quien lo invitó al mundo del tango y ahí se convirtió en su amiga. “Él agarra el micrófono y es un ejército de un solo hombre; canta y se prende todo fuego”: lo describe Ernesto Tabárez, líder de Eté y Los Problems, el roquero que lo llevó al Cosquin y ahora es un fan acérrimo.
—Me lo cruzaba en los bailes y me di cuenta que es una locura la velocidad que maneja este tipo. Un torbellino. Se bajaba y era una revolución en la puerta. Y yo quería eso para mí algún día. Y un día eso me tocó —dice Carlos, el mánager que quiere darle otra vuelta a esta historia.
Una fábrica de hits
Ahí vienen las bebidas. Una coca light para mí, un agua sin gas para Carlos y un whisky con hielo para Quiroga.
—¿Con hielo? —le pregunta intencionalmente el dueño del bar Bremen, un alemán que se jacta de servir una de las medidas más generosas de la vuelta.
—Sí, con hielo —le dice el cantante.
El del bar, que seguramente no sabe quién es Martín Quiroga, lo toma del cuello y finge ahorcarlo por esta elección.
—¡Es por la garganta! ¡La tengo que cuidar! —se defiende Quiroga.
Esta podría ser una crónica sobre una transformación pero, ¿realmente podemos cambiar, dejar todos los hábitos que nos definen, volvernos una persona diferente a la que somos? Y en todo caso, ¿eso es lo que quiere Martín Quiroga? Y también: ¿eso es lo que esperamos de él?
Algunos de sus músicos y amigos lo ven así: “Si Martín anda con gente rota, él está roto; si Martín anda con gente sana, él está sano”, dice Jesús Sosa, bajista y jugador esencial de su banda, La Selección.
Hace 10 años, cuando Jesús se sumó a la orquesta, le advirtieron que tocar con “El Propio” era tocar en lugares turbios, para los narcos, para los changos, que había tiros. Y sí. Pero resultó que también había mucho más.
—Ya el primer toque fue un flow, un swing, que me di cuenta que Martín tenía algo que no había visto en ningún otro artista con los que había tocado. Era subirse al escenario y conectar con la gente de entrada, mirarlos a los ojos y ¡pa! ¡Se arrancan los pelos!
El asunto era que si Martín Quiroga no cambiaba, había que cambiar al resto para Martín Quiroga. Y eso hicieron Jesús y José González, el pianista y arreglador musical, responsable de la última seguidilla de hits que metió la orquesta.
—Nos dijimos, si Martín tenía su vicio que fuera solo de Martín —cuenta José.
Y dejaron ir a todos los músicos que había, que consumían sustancias, que faltaban sin aviso, que conocían apenas un par de temas. Y llegó Carlos el mánager. Y consiguieron una camioneta para moverse. Y un sonidista. Y contrataron a un utilero.
—Y cuando Martín se dio cuenta, tenía a ocho músicos que no se drogaban tocando con él —resumen José.
Así se activó una fábrica de canciones que cruzó géneros y llegó a otros públicos (en especial con la versión de “Cómo que no”, de El Príncipe). Mientras graban un disco producido por el “Chole” de la Abuela Coca, en el que hará covers del “Pitufo” Lombardo, Tabaré Cardozo, Alejandro Balbis, El Alemán y Ernesto Tabárez —junto a ellos—, el equipo de Quiroga, más versátil que nunca, está funcionando a un ritmo frenético. Graban una canción cada dos semanas. O menos.
—No sé si me vas a creer, pero yo todo esto lo soñé. Yo sabía que a Martín Quiroga nadie lo estaba aprovechando y que cuando pudiéramos trabajar mejor los temas, esto podía pasar —dice José.
Las canciones tienen que durar 02.45 minutos. Ni más, ni menos. Es la medida justa para ser pasado en la radio y para que los seguidores las escuchen en las plataformas de música —donde Quiroga tiene millones de reproducciones por cada tema—, las memoricen y engorden la ecléctica agenda de contrataciones para el fin de semana.
Así gira la rueda de una noche montevideana elástica, eléctrica y pegajosa.
Sentirse un rey
La cancha de básquet del Club Colón es ahora una pista de baile. Hay cientos de cuerpos meneándose mientras esperan por Martín Quiroga. Son las 02.40 de la madrugada y otra vez Carlos el mánager me engaña con el tiempo, estamos yendo un poco atrasados pero ya llegando vamos a entrar por la lateral, venite y te traigo a Martín, promete a lo largo y ancho de una hora hasta que, finalmente, llega.
Viene: de una fiesta en una bodega en el oeste de la ciudad y, antes de eso, de un cumpleaños en Cerro Norte al que se me sugirió que era mejor que no fuera. Le espera: el Tropy, Macarena y quién sabe qué más. Porque suele pasarle que un grupo de amigos se junte, reúna el dinero y llame en medio de la madrugada a la orquesta para una reunión privada.
Ahí está Martín Quiroga y junto a él se enfilan sus fans celular en mano. Una foto por aquí, una foto por allá. Esto es lo que le gusta a Martín, me cuenta Jesús, el bajista: “Le gusta caer a un lugar y que lo amen. A él le encanta el barro porque ahí se siente un rey”.
En la cancha, debajo de uno de los aros, está el escenario. Mientras el utilero arma, los músicos que tocan los vientos preparan las partituras en una tablet, que colocan en un atril.
Martín Quiroga nunca aprendió a leer música, por eso cuando sus músicos hablan de tonos, estilo “vamos en do” o “vamos en re”, él mira al pianista que le responde apretando las teclas y con eso le basta. “Lo poquito que sé, lo tengo de oído”, dice él; en cambio sus músicos creen que Quiroga es “pura oreja”.
Esta noche, en la fiesta de una comparsa en Club Colón, despacha 30 minutos de hits donde mezcla temas “inéditos” con covers —por lo general en una relación 70% contra 30%—, como “Corazón partío” de Alejandro Sanz o “Historia de taxi” de Ricardo Arjona. Pero el más popular es “Aguanta presión”, una canción que le escribió Matías Arrieta y que después se convirtió en jingle de un comercial de motos Baccio y se adaptó para la campaña política de la lista que Quiroga, Yesty Prieto, Rolando Paz y otras figuras integraron con el “Pato Celeste”, dentro del Frente Amplio, y obtuvo 1.421 votos.
—Hay un debate entre las personas respecto a él y creo que habla un poco de eso, en realidad el tipo vive su vida y la música transmite lo que él hace —dice Arrieta, feliz de haberle dado a Quiroga “un himno” que resume lo que se dice de él para mal (“el peor de todos”) y para bien, como que es “el hombre gol” porque tema que canta se convierte en hit.
—Yo grabo lo que me gusta, pero pienso en la respuesta del público —aclara Quiroga.
Canta lo que le escriben otros. “Yo pruebo escribir, pero me quedo en el camino, o no tiene tinta la lapicera, o no tiene batería el teléfono, pierdo el hilo”, cuenta. Muchas de las letras que le llegan son de personas que están privadas de libertad. Tiene sentido, cada año distintos grupos de presos lo contratan para tocar adentro de las cárceles, incluso en la cárcel de mujeres. Ahí no entra: les canta a las presas desde la vereda; enchufado con un alargue a la casa de un vecino.
Ahí, dice Quiroga, para ese público enardecido se siente Luis Miguel.
Pero, sin embargo, rechazó todas las letras que le han enviado los presos.
—No he hecho ninguna porque sinceramente comprendo el afán de los pibes escribiendo, pero necesito más de eso. Se los podría clavar en un ángulo pero hasta el momento no he sentido nada por eso.
—¿No sentiste qué, una conexión?
—No sentí. No me gusta cantar lo que no me pasó a mí. Me traen canciones de mi hermano que está preso, y yo no tengo un hermano y menos preso. No me siento auténtico —dice Quiroga.
Cuando no está tocando mira televisión, sobre todo le gustan las películas de miedo, “el terror, el suspenso, el crimen” —enumera y dice— “es como estar en mi cabeza, ¿no?”, y suelta una risotada. Y pasa tiempo con sus cinco hijos. De menor a mayor: Isis (nombre inspirado en el personaje de un slot del casino que solía frecuentar), Martina (por él), Ezequiel (porque es “un hombre de Jesús”), Numas (por el folclorista Numa Moraes) y Enzo (por Francescoli).
Enzo es —o será— su legado, porque Martín Quiroga, de a poco, quiere ir achicando la noche.
—Siento que toqué en todos lados, pero lo que me falta es lo que quiero hacer ahora, que me convoquen, dedicarme a hacer fiestas, eventos importantes y dejarlo a mi hijo con banda en vivo, sé que me va a defender mejor que nadie.
Que canta mejor que él. Que tiene venta. Que en el Enzo apuesta todo: “Todas las fichas que me quedan”.
—Y si no me convocan, nos dedicaremos con Carlitos a producirlo a Enzo.
—Tiempo al tiempo.
Le dice Carlos el mánager.
—Tiempo al tiempo.
Repite él.
Uno toma un sorbo de agua, el otro de whisky para cerrar el tema.
—¿Y vos lo cuidás mucho a Martín?
—En realidad no. Hay mucho de fantasía en eso —apunta el hombre que Martín Quiroga dice que le ayudó “a cambiar la película”, especialmente cuando en 2018 fue baleado por el que era su suegro.
—Me cayó la ficha, como se dice en la calle. Venía pasando por momentos malos y me pasó algo peor todavía, pero me tuve que dar la cabeza contra la pared para darme cuenta de lo que había atrás del Martín Quiroga de fiesta. Me hizo recordar que hay una familia, que hay hijos, que hay gente por qué luchar.
—¿Fue como un renacimiento?
—Sí, vi la muerte, abrí los ojos y estaba vivo. Es una etapa superada y... le agradezco que me enseñó a apreciar más la vida y a tomar más refrescos que whisky.
Desde ese momento encara la vida de otra manera, dice el cantor. Pero su mánager cree que hay un quiebre que él aún no es capaz de hacer.
—Tiene un montón de cosas para dar, pero él todavía no está convencido —lo pincha Carlos.
Y ocurre esta dinámica, como el de un entrenador que arenga a su jugador antes de largarlo a la cancha, a darlo todo:
—Vos siempre me decís dos cosas —le dice Quiroga a Carlos—. Una es que yo, ¿dónde tendría que haber nacido?
—En Argentina.
—¿Y para vos qué soy yo?
—Coca Coca con hielo en el verano.
“¡Coca Cola con hielo en el verano!”, grita Quiroga y se retuerce de la risa.
Después nos sacamos una foto. Y se despide. Ahí está la puerta y por ella sale Quiroga, vaya a saber a dónde lo lleve la noche.
La canción que no canta más
“La Cuerda” es un clásico que Quiroga se niega a cantar. Se la escribió un amigo de Verdisol. Y llegó a cantarla en televisión.
Si piensas en suicidarte lo más seguro es la cuerda/Buscate una que sea larga, bien dura y nunca la muerdas/Si piensas en suicidarte lo que no falla es la cuerda/Yo igual te presto la mía, cuídala y no me la pierdas; dice el estribillo.
Aunque se la relaciona al suicidio, Quiroga dice que “apunta a una línea de vida”. “Habla de la esperanza, de que la gente se aferra a una cuerda pero no tiene por qué ser para ahorcarse, si no para seguir cinchando de la cuerda para adelante”, argumenta.
Como sea, la dejó de cantar. “Al final se me hizo muy pesada. Porque en muchos lugares, llegaba y me decían, cantá todo lo que quieras, pero "La Cuerda" no porque se ahorcó un vecino, y siempre así. ¿Viste cuando se desborda un vaso? Me cansé”.
La piden siempre, pero ahí sale Carlos el mánager a reafirmar lo que ya se sabe: de ninguna manera. Ni aunque los músicos toquen los acordes —como hacen—, ni que el público la coree —como sucede—, Quiroga cede. “Tiene que ser algo como que me encañones para que te la cante, si no no hay vuelta”.