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José Leandro Andrade fue rey de París pero murió solo y olvidado en el asilo

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José Leandro Andrade con la celeste, en su momento de mayor fama.

FUERA DE SERIE

Triple campeón mundial con Uruguay, en Colombes se convirtió en la primera superestrella del fútbol

José Leandro Andrade, la primera superestrella del fútbol mundial, fue el jugador más admirado por el público en un equipo uruguayo que asombró en Colombes 1924. Tricampeón mundial con la Celeste, después conoció un rápido declive y el olvido hasta su temprana muerte en el asilo Piñeiro del Campo.

La admiración que despertó en Colombes lo convirtió en el rey de París, la “maravilla negra” en la ciudad que entonces era la capital del mundo. Conquistó a damas ricas, pero en alguno de esos lechos contrajo la sífilis que sería su indeseable compañía hasta el final.

En la cancha se consagró como un half, sobre todo por la derecha, elegante, firme para defender y hábil para atacar, cuando esto no era un cometido habitual para su puesto. Se cuenta que tenía una especialidad: una especie de tijera de gran plasticidad para despejar la pelota al ras del suelo y con gran limpieza. De esa forma evitó un gol de Italia casi sobre la línea de gol en la semifinal de Amsterdam. Fue tan extrema su acción que la información que llegaba por telégrafo desde Holanda llegó a cantar el gol.

Todo eso lo convirtió en un divo, acentuando una difícil personalidad, entre la arrogancia y la desidia, aunque al mismo tiempo no olvidaba sus raíces: era tradicional que saliera con su tamboril en cada carnaval.

Su ficha dice: nació en Salto en 1901 y falleció en Montevideo en 1957. Comenzó en las inferiores de Peñarol, después pasó por Misiones y Reformers y llegó a la Selección como puntal de Bella Vista. Logró el oro olímpico en París en 1924, tras lo cual pasó a Nacional. Nuevamente campeón olímpico en Amsterdam 1928, dos años más tarde estuvo entre los primeros ganadores de la Copa del Mundo. Además, fue campeón sudamericano en 1923 y 1926. Volvió a Peñarol y fue campeón uruguayo 1932, al iniciarse el profesionalismo. Luego se fue a Argentina y defendió a Atlanta y la fusión Lanús-Talleres. De regreso defendió a Wanderers y Bella Vista de nuevo.

El periodista Franklin Morales investigó su vida para escribir el libro Andrade, el rey negro de París. Y entre sus hallazgos, uno muy sorprendente: su padre afirmó tener 97 años de edad cuando lo anotó, el 3 de octubre de 1901 en el Juzgado de Paz de la primera sección de Salto. José Ignacio Andrade se declaraba brasileño, aunque todo hacía indicar que había nacido en algún punto del África, desde donde llegó a América como esclavo a comienzos del siglo XIX. Además, era “experto” en hechizos y se supone que dedicó uno al menor de sus cuatro hijos, José Leandro.

Los Andrade crecieron en el Barrio Sur montevideano, cuando todavía estaba encerrado por el murallón junto al río. José comenzó a jugar en un baldío junto al Cementerio Central. Su primer equipo fue el Peñarol del Sur, de la Liga Nacional. En 1918 se incorporó a Peñarol. Un día se enojó y se fue, afirmando que nunca volvería.

Se consagró en Bella Vista junto a José Nasazzi cuando el club, fundado en 1920, subió enseguida a la primera división. Y llegó al seleccionado cuando en 1923 los dirigentes buscaron su renovación observando jugadores en los campitos. Desde entonces fue siempre titular.

Europa lo conoció con los Juegos de París y la gira previa por España. Allá nunca habían visto a un futbolista negro. Además de su piel, llamó la atención por su estilo en la cancha, con una zancada que no era veloz pero sí elástica. Solía “dormir” la pelota en la frente, lo cual originaba instantes de expectativa en compañeros, rivales y público, para después salir jugando con distinción.

Uruguay ganó la medalla de oro en campaña espectacular, convirtiendo al torneo de fútbol en la gran atracción de los Juegos (eso abrió el camino hacia el nacimiento de la Copa del Mundo). Como premio, los dirigentes otorgaron a los jugadores varios días de asueto en París. Y estos se lo tomaron al pie de la letra: la mayoría “desapareció” de la concentración, con lo cual quedaron sin efecto las ofertas para más partidos de la Celeste.

En esos días, Andrade se convirtió en amante de mujeres ricas, que lo agasajaron, lo pasearon y lo vistieron. El único que conocía su paradero era su compañero Ángel Romano, que una tarde pasó a buscarlo. El periodista Julio César Puppo, El Hachero, relató este episodio: “(Romano) llegó frente a un suntuoso apartamento y pensó: ‘Me habré equivocado’. Igual se resolvió. Y allí, su sorpresa no tuvo límites. Ante la invocación de una doncella a quien lo único que se entendía era ‘mesié Andradé’, apareció José Leandro vistiendo un regio kimono de seda, en aquellas habitaciones llenas de pieles, de ‘abat jours’ y perfumes”.

Cuando por fin la delegación regresó a Montevideo, los homenajes fueron múltiples. Sus vecinos del Barrio Sur, casi todos negros pobres, le organizaron un gran banquete. Andrade no concurrió, ni avisó, tal como relató el historiador y escritor Jorge Chagas en su libro Gloria y tormento, la novela de José Leandro Andrade. Así era él, distante, silencioso, indolente.

Se incorporó a Nacional para la famosa gira por Europa de 1925. Cuando estaban en Bruselas se sintió mal y fue internado. Allí le diagnosticaron la sífilis, que no le impidió seguir jugando en gran nivel pero cuyos terribles efectos comenzarían a verse con los años.

Cuando el seleccionado se preparaba para los Juegos de Amsterdam, se plantó y anunció que no iba, a la espera de quién sabe qué retribución. Fue designado en su lugar Eduardo Martínez, de Central. Tras la partida de la delegación, Andrade cambió de idea y viajó en otro buque. Por supuesto, fue el titular. Y Martínez pasó a ser conocido como “el olímpico 23”, ya que continuó en la delegación.

También tuvo problemas en Nacional, donde faltaba seguido porque no se atendían sus reclamos económicos. En 1931 volvió a Peñarol, aunque jugó más en tercera que en primera. Su pasaje por el fútbol argentino resultó breve y olvidable.

Cinco años después del título mundial de 1930, como su situación económica era muy precaria le hicieron un partido a beneficio. Asistieron apenas 800 personas y la recaudación fue ínfima. Le consiguieron un reparto de diarios, lo que hacía de mala gana.

En 1939 obtuvo un puesto de limpiador-vigilante en la UTE. En 1950 lo ascendieron a portero, aunque solía pasar más tiempo en los boliches que en su trabajo. A eso se sumaron los problemas de salud cada vez más graves, que le valieron largas licencias. El 9 de agosto de 1957 lo declararon “cesante por ineptitud física”, con derecho a subsidio por seis meses. No llegó a cobrarlo todo, porque el 3 de octubre siguiente falleció en el asilo Piñeiro del Campo, donde vivía desde hacía tiempo. Lejos de Colombes, lejos de los dorados apartamentos de París y de cualquier gloria.

Fue velado en la casa de su hermana Nicasia, cuyo hijo Víctor Rodríguez Andrade fue campeón mundial en Maracaná.

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