Y sigue la batalla entre Trump y Harvard, con otro capítulo de esta serie que parece de ciencia ficción. Además de hacer redadas buscando deportar inmigrantes (documentados e indocumentados), de recortar subsidios para investigación y capacitación, por estos días la novedad es que le prohibió admitir estudiantes internacionales, amenaza con sacarle su condición de libre de impuestos como actividad no lucrativa y quiere auditar el contenido de sus programas. Todo esto justificándose en el exceso de “wokismo” que tuvo en los últimos años, llamándola “desgracia nacional”, “campo de adoctrinamiento maoísta”, entre otras acusaciones.
El problema no es Harvard. La pulseada busca dar una señal a todas universidades y con ellas a toda la sociedad.
Steven Pinker, profesor de psicología de esa institución, lo llamó el síndrome de trastorno de Harvard. Es la universidad más antigua, rica y famosa del país del norte y, por ende, genera amores y odios. Es el símbolo de educación superior de excelencia, pero también de rechazo de las élites, generando sentimientos encontrados. Pero el punto es que esos sentimientos no se están encontrando. Trump está usando un mecanismo que aparece demasiado seguido últimamente por el cual el relato termina siendo que las cosas son blanco o negro, ángel o un demonio, perfecto o desastroso. Y las instituciones, como las personas, somos un gama amplia de grises, de defectos y virtudes, de fortalezas y debilidades. Es el caso de Harvard y Trump está jugando con eso. Vaya uno a saber con qué seguirá.
Pero no es casual que se esté metiendo con las universidades. Porque su naturaleza es descubrir y transformar el conocimiento, lo que implica libertad de opinión. Y eso incluye ideas que no necesariamente le gustan a todo el mundo. Son instituciones que no deben, o no deberían, dejarse llevar por el deseo de ser políticamente correctas, no hacer olas ni enemigos y mantenerse fuera de los titulares. Debería estar en su esencia tener vocación de incomodar. Eso no se logra si no se tienen distintas miradas y visiones del mundo, para lo que se precisa diversidad en su profesorado, pero también en sus estudiantes. Tampoco si alguno de ellos se siente limitado a hacer un comentario por miedo a ser acusado o cancelado.
Este trastorno, como lo llamó Pinker, es síntoma de la pérdida de sentido de proporcionalidad a la hora de juzgar, acusar o cancelar y la absoluta intolerancia al desacuerdo, lo que va totalmente en contra del espíritu universitario. Y esto está sucediendo ahora pero también pasó en la era “woke”.
Porque una universidad puede tener una corriente, un carisma, un enfoque, pero este no puede limitar la búsqueda del conocimiento. Su esencia tiene que ser la humildad epistémica y para eso hay que tener mentalidad abierta al desacuerdo.
Las universidades tienen el mandato de buscar y divulgar el conocimiento, y a través de este construir una sociedad mejor. Pero no le corresponde hacer justicia social ni intelectual. En la era woke o en el mundo Trump, paralizar las instituciones que adquieren y transmiten conocimiento es un error trágico para la sociedad en su conjunto, pero sobre todo un crimen contra las próximas generaciones.