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Lula a la cárcel

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EDITORIAL

El “chau, querida” de Lula a Dilma, en el final de una conversación telefónica que se hizo famosa, es el símbolo no solo de un resonante impeachment, sino del adiós definitivo a la política del secretismo, la manipulación y la hipocresía.

Fueron seis contra cinco. Por apenas un voto, enunciado en horas de la madrugada, una sorprendente trama llega a su fin. El peso pesado de la política brasileña por más de dos décadas, ha sido condenado a doce años de cárcel.

Ahora se cruzan las interpretaciones de los hechos, algunas de ellas irracionales y exasperadas.

La autodenominada izquierda tiene la oportunidad de analizarlos fríamente, despojándose de ese determinismo ideológico que la lleva a refutar las acusaciones de corrupción y convertir todo el asunto en una conspiración tenebrosa. Al populismo latinoamericano, en franca retirada, la justicia brasileña le ha desenganchado su locomotora, y esa experiencia debería serle útil para enfrentar el futuro.

¿Cuánto tiempo más va a aferrarse al endeble argumento conspirativo, a la ilusión de ser el eterno portador de la ética y la justicia social, a la victimización como único expediente posible con el que apañar sus ilegalidades? ¿Cuánto más podrán estirar como un chicle su propia credibilidad ante ciudadanos desencantados y hartos de sus desviaciones de poder?

En Uruguay, el partido de gobierno debería mirarse en ese espejo deformante y sacar sus propias conclusiones. Porque cuando la comodidad del poder con mayoría parlamentaria conduce a irregularidades con visos de ilicitud, hay dos maneras de reaccionar: negando todo o respetando la independencia del Poder Judicial y asumiendo la responsabilidad por los errores cometidos, afecte a quien afecte y caiga quien caiga.

Observando la reacción de voceros como Mujica y Topolansky y de una organización como el Pit-Cnt, uno no puede menos que lamentar que sigan agitando fantasmas en lugar de reconocer falencias. Cuesta creer que no tengan asesores que les expliquen que la opinión pública ya no es fácil de manipular con los obvios recursos de siempre. Que las mentiras repetidas mil veces han dejado de percibirse como verdades. Que el clientelismo y el asistencialismo pueden generar cierta simpatía en el corto plazo, pero nunca podrán calmar la indignación de quienes comprueban que, aquellos a quienes votaron por honestos, los han traicionado.

La lección de Brasil excede a sus epígonos populistas de estas tierras. Todo el sistema político debería entender que la transparencia ya no es una opción sino una necesidad. Que el "chau, querida" de Lula a Dilma, en el final de una conversación telefónica que se hizo famosa, es el símbolo no solo de un resonante impeachment, sino del adiós definitivo a la política del secretismo, la manipulación y la hipocresía.

En las primeras décadas del siglo pasado, la comunicación de los gobiernos autoritarios seguía el modelo de la "aguja hipodérmica" o la "bala mágica": era fácil utilizar ciertos medios masivos para imponer falsedades y consolidarlas como creíbles. Se apostaba a la masificación, tan notablemente denunciada por autores como Ortega y Gasset, José Ingenieros y George Orwell. Y tan trágicamente promovida por los estrategas del nazismo, fascismo y estalinismo. Pero hoy no hay aguja ni bala que valgan, porque las fuentes de información se multiplican hasta el infinito y cada vez más empresas periodísticas hacen de la búsqueda de la verdad su razón de ser.

Por eso, resulta bochornoso que haya políticos de distintos partidos que ingresen a la pelea con barro de comparar niveles de corrupción, tratando de minimizar los propios en relación a los de sus adversarios. Son políticos que no entienden que con la opinión pública ya no se juega, que la verdad siempre prevalece y la honestidad no es un ornamento sino el cimiento principal de la credibilidad.

Hace unas semanas, el periodista Daniel Figares debatió duramente con el diputado comunista Gerardo Núñez, en radio Espectador. Núñez defendía lo indefendible: la inocencia de Lula Da Silva. Lo hacía desde el mismo sentimiento de pertenencia ideológica con que suele justificar el autoritarismo de Nicolás Maduro, ante un público bien informado sobre la violencia política, el hambre y la falta de medicamentos que padece el sufrido pueblo venezolano, por culpa de ese gorila enceguecido de poder, Macbeth del subdesarrollo.

Lo que ni él ni sus colegas parecen entender, es que los ciudadanos no se dejan engañar y colocan la ética por encima de las genuflexiones ideológicas.

Quienes hoy justifican turbios negocios de intermediación con Venezuela, avales truchos y despilfarro de dineros públicos en beneficio de empresas fundidas dirigidas por amigotes políticos, deberían mirarse en el final de Lula y poner las barbas en remojo.

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