Algo no funciona con el código

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Editorial

Estamos ante un problema grave. Un sistema penal confiable es el eje central de una sociedad democrática. Lo que diferencia a un país civilizado de otro que no lo es, es la convicción de sus ciudadanos de que hay un sistema de Justicia que funciona.

El nuevo código de Proceso Penal fue un gran avance en muchos sentidos para el país. El sistema inquisitivo que imperaba en el código anterior daba muy pocas garantías, dejaba demasiado poder en manos del juez, y se había desvirtuado completamente en su uso a lo largo de los años.

Su modificación llevó muchos años. Y fue fruto de una negociación agotadora a nivel político, y luego a nivel del sistema de Justicia. Todo daba para pensar que el paso que se estaba dando se hacía con estudio, con sustento político, con buen asesoramiento técnico. Y sin embargo, las noticias muestran que hay algo que no salió bien en el cambio.

Lo que se puede percibir, no desde quienes operan con el sistema, sino desde la sociedad en general, es que hoy existe un gran caos. Fiscales que tienen decenas de casos a la vez y que admiten públicamente que no pueden trabajar a fondo con ninguno; un sistema de "negociación" con los imputados que a veces provoca situaciones bochornosas (habrá vuelto de Valizas el amigo antiglobalista que rompió las vidrieras del centro), delincuentes que parecen haber reforzado la sensación de impunidad que ya tenían antes; policías que reclaman a viva voz contra la Justicia. Y, para peor, un sistema político que apenas meses de entrado en vigencia el nuevo código, ya le introdujo modificaciones que golpearon la médula conceptual del sistema.

Hay reacciones, como las del ministerio del Interior, que suele acusar al nuevo código de todos sus fracasos, que hacen pensar que el mismo aterrizó el país traído por un grupo de marcianos. ¿Qué está pasando?

Siempre se supo que el pasaje de un sistema inquisitivo a uno mixto pero con fuerte impronta acusatoria iba a generar impacto social. Es difícil que la sociedad entienda de un día para otro que el acusado que ayer iba preso en cuanto era detenido, hoy pasará en su casa hasta que se dicte una sentencia firme. También siempre se supo que los fiscales tendrían un proceso de adaptación a un rol que es absolutamente distinto al anterior, y donde tendrían que sobrellevar la mayor parte de las tareas de investigación. Lo mismo con jueces y policías.

Pero parece asombroso que hoy ocurran cosas como las narradas por una jerarca de la Oficina de Supervisión de Libertad Asistida (OSLA) al diario El Observador hace pocos días, donde se pinta un panorama casi de país bananero. Esta oficina tiene a su cargo nada menos que la supervisión de las medias alternativas de prisión y el control de aquellos imputados que están aguardando una sentencia. O sea que son una parte clave de todo el sistema.

Sin embargo, y pese a que su trabajo se ha multiplicado por 10, sus recursos no lo han hecho en el mismo nivel. Y se dan cosas como que cuando deben poner una tobillera electrónica para controlar nada menos que a un acusado de asesinato, no se podía hacer porque el hombre no tenía contador de UTE en la casa. La consecuencia es que el sujeto sospechoso de dos muertes, violó 16 veces la medida de prisión domiciliaria. ¡16 veces! ¡Un acusado de homicidio! Esto así es cualquier cosa.

Meses atrás un periodista fue a visitar a un fiscal que estaba a cargo de un caso de gran resonancia política. El funcionario, que estaba siendo objeto de muchas suspicacias, mostró al periodista la interminable fila de carpetas con casos que estaban a su cargo, y pregunta ¿usted cree que yo puedo ponerme a investigar a fondo cada uno de estos temas?

A veces, si uno sigue los informativos de TV, parece que en el país hubiera solo 4 o 5 fiscales. Porque son siempre los mismos los que aparecen ante las cámaras, por los temas más diferentes.

Estamos ante un problema grave. Un sistema penal confiable es el eje central de una sociedad democrática. Lo que diferencia a un país civilizado de otro que no lo es, es la convicción que existe entre sus ciudadanos de que hay un sistema de Justicia funcional y que respeta los estándares aceptados por todos de equidad. Es lo que logra que la gente acepte dejar de lado el instinto natural de buscar la justicia por mano propia. Y es lo que hace que la sociedad funcione bajo reglas que están calaras para todos.

Con el sistema anterior esta sensación ya tenía perforaciones. Alcanzaba pasarse una tarde en un juzgado penal para comprobar que para un sector de la sociedad, no se trataba de un esquema para brindar Justicia, sino una entidad confusa y kafkiana que terminaba penando a algunos y permitiendo "zafar" a otros. En el esquema actual, esa sensación se ha potenciado al extremo. Estamos en un camino muy peligroso, y sería imprescindible que los operadores y el sistema político hicieran algo rápido para enderezarlo.

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