Roberto A.A. | Montevideo
@|Vacunas y el choque entre libertad individual y responsabilidad colectiva.
La llegada de una “súper gripe” (o cualquier enfermedad altamente contagiosa y grave) pone en el centro del debate una tensión eterna, ¿hasta dónde llega mi libertad individual y dónde empieza mi responsabilidad con los demás?
En casi todos los países democráticos está reconocido el derecho a rechazar una intervención médica, incluida la vacunación; nadie puede ser vacunado a la fuerza (salvo excepciones extremadamente graves y justificadas judicialmente), ese derecho está protegido por principios constitucionales de autonomía corporal, libertad de conciencia y privacidad médica.
Pero ese mismo derecho no es absoluto ni ilimitado, la Corte Suprema de Estados Unidos lo dijo hace más de un siglo en el caso Jacobson vs. Massachusetts (1905): puedes negarte a vacunarte, pero la sociedad puede imponerte consecuencias proporcionales por esa decisión cuando pones en riesgo grave a terceros.
¿Cuáles pueden ser esas consecuencias legítimas?
-Restricción de acceso a espacios de alto riesgo colectivo.
Nadie tiene derecho a entrar sin mascarilla ni vacuna a una unidad de cuidados intensivos, a una residencia de ancianos o a un quirófano. Los centros educativos, empresas privadas y transportes públicos también pueden exigir vacunación o pruebas negativas; es la misma lógica que prohibe entrar con zapatos sucios a una sala blanca; tu libertad termina donde empieza el riesgo innecesario para los demás.
-Priorización médica en situaciones de colapso.
Cuando los hospitales están saturados (como ocurrió con el COVID-19 en Italia, España o Nueva York), los protocolos éticos de triaje más aceptados en Europa y Norteamérica establecen que, ante dos pacientes con igual pronóstico y la misma gravedad, se prioriza al que tomó medidas razonables de prevención.
En palabras duras, si rechazaste la vacuna sin contraindicación médica y ahora ocupas un CTI que podría salvar a otra persona, es éticamente defendible atender primero al que sí se protegió. No es castigo; es consecuencia.
-Responsabilidad civil y penal en casos extremos.
Sabiendo que la enfermedad es grave y altamente transmisible, contagiar dolosamente o por imprudencia grave puede ser considerado lesión o incluso homicidio imprudente en algunos ordenamientos jurídicos.
¿Y la prédica antivacunas?
La libertad de expresión también protege el derecho a decir barbaridades. Pero esa libertad no incluye el derecho a que plataformas privadas (redes sociales, periódicos, canales de TV) te den altavoz indefinidamente, ni a que tus afirmaciones falsas se difundan sin contraste cuando provocan daño masivo demostrable. Desmonetizar, bajar el alcance o cerrar cuentas que difunden desinformación médica demostradamente falsa no es censura; es higiene pública digital, igual que retirar del mercado un medicamento fraudulento.
La solución no es prohibir la libertad individual, sino hacer que sea real y no ficticia.
Libertad real significa: puedes elegir no vacunarte, pero asumes las consecuencias naturales y proporcionales de esa elección. No entras a ciertos lugares, pagas pruebas de tu bolsillo, pierdes prioridad en triaje si colapsa el sistema y, en casos extremos, respondes civil o penalmente si contagias por imprudencia grave.
El antivacunas radical suele vender una fantasía: “Mi cuerpo, mi decisión… y que el Estado y la sociedad me protejan igual aunque ponga en peligro a todos”. Eso no es libertad; es privilegio parasitario.
La verdadera salida es sencilla y dura a la vez.
Quien ejerce su derecho a no vacunarse debe estar dispuesto a ejercer también su deber de no convertirse en un peligro ambulante para los demás. Si no está dispuesto, que no se queje cuando la sociedad, legítimamente, le ponga límites.
Porque la libertad sin responsabilidad no es libertad: es infantilismo con consecuencias fatales.