Una integración tóxica

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martín aguirre
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La integración latinoamericana es un sueño que lleva siglos. Y, pese a la cantidad de organismos inventados para facilitarlo, una proliferación de siglas como para atragantar a un tartamudo, poco y nada es lo que se ha avanzado en los hechos. Algo parece estar cambiando, aunque no para mejor.

Pensábamos en eso mientras ocurría la ceremonia de asunción de Gustavo Petro en Colombia. Un hecho histórico por muchos motivos, y más profundos que el eslogan favorito de las agencias europeas, ese de que sería el primer gobierno “de izquierda” en el país. La cantidad de veces que se ha dado “un primer gobierno de izquierda” en cada país de América Latina alcanzarían para llenar una enciclopedia.

Se trata de un hecho histórico, porque después de haber sido testigos de lujo de la implosión de Venezuela, y habiendo recibido a millones de venezolanos que huían del socialismo siglo XXI, los colombianos votaron legítimamente a lo más parecido a eso que encontraron en su sistema político. Y si había alguna duda, la payasada que montó Petro con el tema de la espada de Bolívar la evapora por completo.

Ahora bien, lo más llamativo de esto es la forma en que personas comunes y dirigentes políticos de todo el continente tomaron partido en este episodio. Para algunos se trata de un hito que traerá por fin justicia social y sensibilidad humana a un país gobernado por una elite “pro yanki” y anti popular. Los mismos que llenaron baldes de lágrimas ante el discurso de la primera mujer afro en llegar a la vicepresidencia. ¡Cómo facturan las primeras veces!

Pero para otro grupo, se trata del derrumbe de uno de los últimos países sensatos en la región. Y nada de lo que pueda suceder ahora genera optimismo.

Algo parecido ocurrió con la elección de Gabriel Boric en Chile. En cada país de la región, el hecho se vivió casi como un clásico de fútbol, con gente que anunciaba el apocalipsis, y otros que se derretían ante cada mención a la sensibilidad social del activista estudiantil llegado a La Moneda. ¿Será el primer activista estudiantil presidente de la historia?

El problema con esta regionalización de la política latinoamericana es que es tan tosca que sepulta los matices sanos que enriquecen la escena local de cada país en el continente. Por decir algo, y usando esta terminología eurocéntrica, el espectro político en Chile claramente está (o estaba) mucho más volcado a la derecha que el uruguayo. Un tipo que en ese país se considera de centroizquerda como Ricardo Lagos, en Uruguay es casi un equivalente a Sanguinetti, que para nuestra izquierda es un ogro derechista.

Cada país de Latinoamérica tiene una historia propia, un sistema político propio y desafíos particulares para atender.

Un segundo dilema es que provoca alineamientos infantiles. Cuando ganó Boric, por ejemplo, muchos académicos y políticos respetables se dejaron llevar por sus recuerdos y nostalgias juveniles y lo elogiaron como si fuera una reencarnación de Allende. Perdón. Del recuerdo distorsionado de aquel período. Y ahora, cuando se ve que el gobierno de Boric va horrible, no pueden criticarlo sin quedar como hipócritas.

¿Se acuerda cuando algunos “izquierdistas” locales festejaban la victoria de Pedro Castillo en Perú? ¿A que ya no los oye más?

Tal vez el ejemplo peor sea el de Brasil. La elección de octubre se definirá entre Bolsonaro y Lula, y claro, todo bienpensante se ha alineado de forma acrítica con el exsindicalista, “primer mandatario de izquierda de la historia de Brasil”. Vaya a explicarle a un periodista alemán quién fue Getulio Vargas.

A ver... Bolsonaro es un trago amargo para cualquiera con un mínimo de sentido republicano. Pero no deja de ser ridículo ver a gente autodefinida como “de izquierda”, y que se consideran dueños excluyentes de la moralidad pública, defender a un político que montó el esquema de corrupción más grande de la historia del continente. Se podrá discutir de los formalismos sobre su condena, pero (entre muchas otras cosas) está probado que el tipo usaba a título de dueño un penthouse de tres pisos en una playa de San Pablo que figuraba como propiedad de una empresa constructora, a cuyo dueño Lula llevaba en su avión a concretar negocios en todos los países de la región gobernados por “amigos” ideológicos. ¿Hay que decir más?

Un agravante. La presidencia de Lula, para Uruguay, fue un desastre. Cuando Vázquez quiso el TLC con EE.UU. mandó a Celso Amorin a decirle que ni lo soñara. Y si llega a ganar ahora, está claro que el camino a un TLC con China (que apoya casi todo el Uruguay) se nos hará cuesta arriba. ¿No importa eso a la hora del análisis?

Cada país de América Latina tiene una historia propia, un sistema político propio, y desafíos particulares. Pretender generar recetas políticas generales y miradas “futboleras” sobre lo que ocurre en cada uno de ellos no solo nos impide una amplitud clave para entender la realidad sino que termina generando fervores que solo llevan a pasar vergüenza.

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