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Un conflicto sin solución

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En tiempos oscuros, tomar partido entre Israel y Hamas supone un ejercicio peligroso apto para alejarte de amigos y cosechar enemigos. Particularmente ahora, cuando el antisemitismo aparece mezclado con la problemática de ese Estado. Esto no hace sencillo reflexionar sobre estos temas, especialmente, si renunciamos a fáciles equidistancias, sin ocultar críticas cuando las haya. Equivale a internarse en un territorio minado, de dioses cejijuntos, donde cualquier aserto admite su reverso junto a la descalificación injuriosa, no siempre del lado esperable. Una polarización que torna equívoco lo que antes era orgulloso humanismo: la defensa del judaísmo.

Al viejo antisemitismo, el dirigido contra un pueblo sin fronteras, justamente por no tenerlas, luego de muchas vicisitudes del tamaño de la de 1492 y del Holocausto, se agregó en 1948 la fundación del Estado de Israel, una pequeña tierra a defender, que amplió el frente antijudío a estas alturas, universal. En la nueva realidad cambiaron las tornas. Como era en cierto modo lógico, Israel y los judíos todos, se convirtieron en un mismo asunto. El sionismo, la legítima aspiración de un pueblo a asentarse en una tierra nunca olvidada, a veinte siglos de su expulsión, jamás fue bien visto. Tanto que la Shoa, el homicidio de una comunidad, salvo la Armenia, casi sin antecedentes, costó ser aceptada en lo que fue: el mayor genocidio de la historia. Todavía hoy se lo sigue negando, como si la desaparición de la mitad de una comunidad nacional fuera un acontecimiento olvidable, un incidente de los tantos que nos depara la historia.

No por esa tragedia abominable debe ignorarse que la partición implicó a dos pueblos sobre un mismo territorio y que ambos lo consideren propio. Tampoco olvidarse que, como consecuencia de ella, el 29 de noviembre de 1947, Israel recibió el 56% del territorio y los árabes, un 43%. Los judíos, quienes en ese momento apenas poseían el 6% de la tierra, obtuvieron más de la mitad del territorio palestino. La reacción de los palestinos y sus aliados musulmanes fue la previsible. Egipto, Jordania, Siria y el Líbano, junto a los nativos, invadieron simultáneamente al pequeño Estado apenas creado. No para respaldar la decisión internacional, sino para borrar a Israel de la faz de la tierra. En contra de lo obvio, fracasaron. La esperanza, el sueño mesiánico madurado durante dos milenios, aplastó a la fuerza bruta.

Para marzo de 1948 cerca de cien mil palestinos habían huido de sus hogares y sus aldeas se borraron para siempre. Siglos de existencia desaparecieron en semanas. Un Ejército nimbado de idealismo, dispuesto a iniciar una nueva fase de la historia, reemplazó a los palestinos. Terminada la contienda, Israel ocupaba el 78% del territorio. Durante la guerra de 1967 (promovida por los árabes), Israel ocupó Cisjordania, la franja de Gaza y el Golán. La batalla entre Oriente y Occidente se consolidó entonces; todavía no concluyó. La furtiva invasión del 7 de octubre fue un desesperado intento de Hamas para impedir la paz con los restantes países árabes, siguiendo el camino de Egipto. De cualquier modo, fue un mal cálculo y un atentado terrorista. Hoy parece derrotado, y todo indica que Israel, militarmente mucho más fuerte que sus oponentes, probablemente logre un triunfo definitivo. Como corolario, para los palestinos, el futuro es incierto.

Vista a 75 años de distancia, la partición decidida por las Naciones Unidas, pese a recibirse como una “compensación” a los judíos por la saña asesina de los nazis, no fue una buena solución. Despertó un conflicto que nada logró atenuar. En ese tiempo, de fronteras inciertas, probablemente aún había margen para una salida más prolija, que distribuyera tierra entre todos los Estados implicados, sin mayores pérdidas territoriales para ninguno de ellos. Difícil pero no imposible. De todos modos, según Israel, la responsabilidad por iniciar una guerra generalizada corresponde a la Liga Árabe, que bien pudo, como hizo Israel, aceptar las condiciones impuestas por las Naciones Unidas y admitir dos Estados. Suya es la culpa de que la UN deba proveer a más de cinco millones de refugiados palestinos.

En 1987, en medio de la Intifada, apareció Hamás, un nuevo actor decidido -sostuvo- a terminar definitivamente con el conflicto, echando al mar a los israelitas. Saturada de afiebrados textos musulmanes y de la peor parte del Corán, Hamas considera que Palestina es tierra musulmana. Ceder un palmo de ella es pecado mortal. Por eso, a diferencia de la OLP, proclama que la culpa por la situación la tienen los judíos mezclando sionismo con antisemitismo. Esta combinación, de la que no es ajena Irán, coloca nuevamente el conflicto en un punto sin solución. En las actuales condiciones, rodeadas de misticismo, el diferendo, un encontronazo divino entre Alá y Yahvé; no lo pueden superar los hombres.

Para agravar la escena, Benjamín Netanyahu representa lo peor de la ultraderecha israelí. Nacionalista irredimible, corrupto y proclive a las soluciones militares, ninguna concesión a los palestinos puede aguardarse del mismo. Es cierto que los judíos no son Israel, pero este constituye su garantía.

Nadie entonces, puede pronosticar con total certeza cómo se cerrará el conflicto. El Likud y su líder están lejos de Itzjsak Rabin, uno de los pocos que en 1993, con los acuerdos de Oslo, arrojó un rayo de esperanza. Murió asesinado hace treinta años.

Frente a este panorama, lo más que puede hacer un projudío como yo es esbozar algún consejo que nadie me pidió. Ahí van: 1) No identificar judíos o judaísmo con Israel, lo que no implica dejar de defender el Estado. El sionismo es una aspiración válida y legítima pero tampoco se confunde con el judaísmo. 2) Comprender la tragedia palestina, pero terminar con Hamás y toda otra manifestación de terrorismo. 3) No bogar en casa por gobiernos nacionalistas de ultraderecha, decididos a no superar el conflicto. 4) Aceptar y apoyar políticas, como quería Rabin, orientadas a hacer posible la real existencia de dos Estados. 4) No mezclar política con religión. 6) Admitir que el judaísmo constituye un fenómeno étnico-cultural admirable que no tiene fronteras y supo repudiar la violencia. Nadie lo quiere pasivo, tampoco, ensangrentado.

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