Transformar y gestionar

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En tiempos donde se apela a “la evidencia” como si fuera una varita mágica, conviene detenerse un momento y mirar con más cuidado. ¿Basta con tener los datos correctos para lograr los cambios que necesitamos? ¿Alcanza con saber para transformar? Desde mi experiencia en la gestión pública -y en particular, durante mi paso por el Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU)- puedo afirmar que no. Los datos son necesarios, pero no suficientes. La técnica es valiosa, pero no reemplaza la decisión política. Y los obstáculos al cambio no se deben solamente a la falta de información, sino también a estructuras rígidas, prácticas arraigadas y una cultura institucional que, muchas veces, desalienta lo nuevo.

Sin capacidad técnica, las buenas intenciones naufragan. Y sin liderazgo político, las mejores recomendaciones se quedan en el papel. Por eso, el verdadero desafío no es solo técnico: es profundamente político. Pero no en el sentido partidario del término, sino en su significado más hondo: el de asumir la responsabilidad de conducir. Decidir con información, sí, pero también con coraje, visión de largo plazo y compromiso con el bien común. Responsabilidad de Estado.

Esto contrasta con el uso del relato político que, muchas veces, se limita a instalar una urgencia moral artificial sobre problemas que tienen larga data. Se denuncia lo que ya se vivió; se dramatiza lo que hace años es crónico. Ocurrió desde la oposición, cuando se señalaban las fallas del gobierno como si fueran nuevas o exclusivas de una gestión determinada. Me consta. Lo padecí. Fui presidente del INAU en 2024: año de cierre de gestión, año electoral, y también año de simplificaciones injustas. Se actuó muchas veces con el propósito de descalificar, omitiendo que buena parte de los problemas exhibidos son crónicos, estructurales y requieren transformaciones profundas -no solo discursos indignados.

La indignación es legítima cuando nace del compromiso con la verdad y el deseo de transformación. Pero también puede convertirse en una herramienta de uso político, donde lo que se busca no es cambiar las cosas, sino capitalizar el malestar. Los dramas humanos que se exhibían en el último quinquenio con indignación ya se presentaban décadas atrás, con nombres distintos pero con el mismo trasfondo. Y se vienen presentando ahora, en la gestión del nuevo gobierno.

Una política pública que aspire a transformar debe integrar conocimiento y juicio democrático. Debería reconocer que los problemas estructurales no se resuelven con eslóganes ni con papers, sino con capacidad institucional, consensos básicos y políticas sostenidas en el tiempo.

No faltan diagnósticos. Lo que escasea es la continuidad en las acciones, la coordinación real entre organismos, y la decisión sostenida de cambiar lo que no funciona. Lo que falta no es el dato, sino la voluntad y las condiciones para actuar sobre él. Y eso exige algo que no figura en ninguna planilla: decisión política con brújula ética.

A pesar del reconocimiento formal, por parte de los gobiernos, de los problemas que afectan a niños y adolescentes, persiste una brecha entre los derechos consagrados en las leyes y la realidad cotidiana de muchos de ellos. Esa distancia entre la política en el papel y su aplicación efectiva es uno de los principales desafíos. Y es allí donde más daña el uso partidario de los dramas sociales: cuando se denuncia sin asumir la complejidad operativa de los cambios necesarios, o sin reconocer que las causas no empezaron ayer.

Uruguay necesita una dinámica institucional que conecte el sistema de protección de la infancia con el sistema más amplio de protección social, destacando las interdependencias y las corresponsabilidades. El INAU recibe niños y adolescentes con trayectorias marcadas por múltiples factores de vulnerabilidad, que requieren respuestas articuladas y bien coordinadas entre organismos públicos, cada uno desde su campo de competencia. Procesos basados en evidencia no deben derivar en burocracia paralizante, sino en aprendizaje institucional continuo. No se trata de acumular diagnósticos, sino de transformar el conocimiento en prácticas sostenibles, que funcionen en el terreno, en tiempo real, y para quienes más lo necesitan.

La técnica no puede reemplazar la deliberación democrática. Pero la política tampoco puede permitirse ignorar el conocimiento disponible. En el cruce entre ambos está la posibilidad -nada menor- de convertir la evidencia en acción justa. Y ahí, justamente ahí, es donde más se necesita liderazgo, responsabilidad pública y una ciudadanía activa que no se conforme con el relato ni se deslumbre con el dato.

Si el conocimiento ha de ser poder, que sea poder transformador. Y si la política ha de tener sentido, que lo encuentre en el compromiso compartido con lo que aún puede -y debe- cambiar. No se trata de buscar culpables, sino de asumir responsabilidades.

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