¿Trabajo libre o asalariado?

La dicotomía entre los beneficios que acarrea el trabajo libre en contraposición con el asalariado no es nueva.

Es una dilema que tiene siglos, y que ha tenido tres momentos de auge: 1- cuando las discusiones por la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos -siendo también objeto de desvelo para algunos de los Padres Fundadores y luego de Lincoln-, 2- cuando arreciaba la revolución industrial, y las fábricas hacían levas para llenar sus líneas de producción con obreros que abandonaban otras artes individuales (agrícolas o mecánicas) para buscar la seguridad de una carrera y un ingreso, 3- ahora, en tiempos de revolución digital, nueva economía y con la proa puesta a que la inteligencia artificial alcance la singularidad antes de lo que imaginamos.

Ínterin, por lo menos en el mundo occidental, tanto el derecho continental, como el no continental, se desarrolló exageradamente generando un sinfín de normas legales y administrativas que regulan el trabajo -y la vida- de los hombres. Esta hipertrofia legislativa, cargando en su haber con un gran afán protector voluntarista, aplanó viejos conceptos de honda raíz filosófica que siempre habían sido muy caros al -hasta hace poco denominado- mundo libre.

El cocido comenzó a prepararse durante la Revolución Industrial, la Gran Depresión contribuyó grandemente a los efectos, y mientras cada nación iba construyendo la telaraña de regulaciones laborales que irían asfixiando a los individuos, se consolidaba fronteras afuera de las mismas un Leviatán con superpoderes: la OIT.

El auge del multilateralismo le otorgó a esta un momento de gloria, y a pesar de que el mismo vive su hora más oscura -alcanza con ver la inoperancia de la OMC- la Organización Internacional del Trabajo sigue siendo un lugar de culto para el progresismo político global.

Entonces, de la mano de la generosa producción legislativa interna, y de la proliferación de directivas, recomendaciones, y tratados internacionales en materia de derecho del trabajo, se fue restringiendo el marco de acción de las personas.

Principios como el de la libertad de trabajo, el de propiedad, o mismo el de autonomía de la voluntad, fueron retaceados o arrasados por normas de orden público, que con la excusa de ser garantistas y protectoras, con fundamento alegado en la validez de supuestos bloques constitucionales o convencionales, convirtieron una mera relación económica básica como es el contrato vinculado a una relación de trabajo, es decir algo productivo que debería ser simple, en un escollo al desarrollo, la productividad, y el progreso.

Y todo esto, tanto por las implicancias individuales como por las colectivas que se generan a partir del devenir de las relaciones de trabajo vinculadas por el mismo.

El original sinalagma de dos partes, pronto -a golpe de ley, decreto, o tratado- se convirtió en un juego a varias bandas: ya no era cosa de empleador y empleado, sino de empleado, sindicato, empleador, y Estado.

Generando sin duda una anomalía técnica en un marco contractual que debería estar acotado siempre a la única voluntad de las partes, que se presuponen capaces, y mucho más en la actualidad cuando la información está solo a un link de distancia.

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