Bajo el rótulo “Democracia siempre”, el Presidente de Chile Gabriel Boric reunió a sus colegas Orsi, Sánchez, Lula y Petro en una “Cumbre Progresista”. El nombre y la selección de los invitados patentizaron un sesgo político que, cualquiera sea el signo, nunca es lo mejor para nuestros embarques internacionales, que deben regirse por objetividades institucionales y no inspirarse en afinidades circunstanciales.
Felizmente, los conceptos que sentó el Presidente Orsi son válidos para todos. Reclamó “autocrítica” para saber por qué la democracia pierde credibilidad, declaró conciencia de que “no estamos haciendo todos los esfuerzos para evitar el crecimiento de los extremos” y para atajar “la pérdida de confianza en el diálogo. Pidió “poner en valor la igualdad, la libertad y la democracia”. En El Mercurio denunció que “En distintos rincones del planeta, la democracia enfrenta un momento de grandes desafíos”, con “erosión de las instituciones”, “avance de los discursos autoritarios y creciente desafección ciudadana”, todos los cuales “son síntomas de un malestar profundo”.
Por encima de las ideologías económicas, por encima de lo que votemos, debemos acompañar la preocupación del Presidente Orsi por el destino de la libertad y el mantenimiento de la vida democrático-republicana que nos dimos en la Constitución… y que nos debemos desde la Constitución precisamente. Para contribuir a sostener la democracia, estamos citados todos - bien claro: los más capitalistas y los más socialistas-, en contrato jurídico de convivencia ajeno a las posturas extremistas que hoy infestan a lejanos y cercanos.
El Presidente hizo bien en compartir que es responsabilidad de los gobernantes rescatar la credibilidad, contener a los extremismos y sembrar diálogo. Por tanto, en nuestra vida interna resulta pertinente esperar acciones prácticas que afiancen a nuestro régimen democrático republicano y a nuestro Estado de Derecho. Es pertinente, es necesario, pero no suficiente. ¿Por qué? Porque nuestro sistema reposa en la personalidad humana -art. 72 de la Constitución- y si no revitalizamos a la criatura como persona, como ciudadano, como medida y como protagonista, seguiremos llenándonos de protocolos, teléfonos que no contestan y formularios para llenar, pero reduciremos la democracia a unos ritos electorales y parlamentarios cumplidos a desgano, sin nervio, sin alma.
En 1748 Montesquieu publicó El Espíritu de las Leyes. Con verdad que ni envejece ni se marchita, indicó que cada forma de gobierno tiene su propio principio: el despotismo se basa en el miedo; la monarquía se funda en la ambición de honor; y la república se cimenta en la virtud ciudadana.
La virtud ciudadana se centra en el cultivo de cada persona, la bondad con que sienta, la precisión con que piense, la honradez con que actúe, el amor al prójimo con que se inspire.
En esas materias, llevamos décadas de silenciamiento progresivo. Horrorizados por brutalidades lejanas -las matanzas en guerras absurdas, los aranceles punitivos de Trump- y cercanas -los adjetivos de letrina que usa Milei, los crímenes narcos en nuestras esquinas-, la indignación no se alza como vibración ciudadana. Se la reprime, se la deja macerar en las vísceras. Ensayado en soportar infamias, el ciudadano de hoy pierde gesto, lenguaje y voz para indignarse y reclamar.
Por esa vía, la opinión pública no se nutre con debates de fondo, se la reemplaza por encuestas y así la democracia achica su horizonte.
Revertir semejante cuadro ¡depende de nosotros mismos!