Shakespeare no tiene la culpa

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La parodia de El mercader de Venecia, que está presentando el conjunto Caballeros en este carnaval, viene levantando polémica. Comenzó al subirse a las redes un video breve donde el elenco hace mofa de Shylock, el judío usurero que personifica al villano de la obra. A partir de allí, se activó el encarnizado debate habitual entre pro y anti carnaval, entre defensores del respeto a todas las etnias y religiones y quienes no se declaran antisemitas, pero aprovechan para pegarle a Israel por el contexto político actual.

Quien más sale perdiendo de este debate es el autor de la obra original, que como murió hace unos cuantos siglos, no tiene forma de defenderse.

Me preocupé de ver la parodia y la verdad es que no le encuentro un mensaje tan grave. Más bien tiene la típica característica del género carnavalero: un cierto apego a la historia original, pero usándola como excusa para intervenirla con chistes políticos siempre pro FA -como corresponde a nuestro Momo gramsciano- y otros directos, más o menos chabacanos, para buscar la risa del público. La parodia recoge las burlas y admoniciones a la avaricia del usurero, un aspecto que está presente en Shakespeare, pero no mucho más que eso. Incluso Shylock se muestra hasta simpático, interrumpiendo la acción para ventilar al público anécdotas graciosas que satirizan a sus propios compañeros carnavaleros.

El que sale peor parado en la polémica generada, créase o no, es el pobre Shakespeare. Todos los opinantes -tanto los que defienden como quienes atacan la parodia- coinciden en que El mercader de Venecia es una obra antisemita, y por amor a Shakespeare me permito discrepar con ese prejuicio.

Es cierto que las obras de arte hay que analizarlas en el contexto de su propia época y que en la del dramaturgo existía ya un antisemitismo rampante, que estaba trágicamente naturalizado. Según Luis Astrana Marín, la discriminación se propaga en Inglaterra a partir de la ejecución de un médico judío en 1586, injustamente acusado de un asesinato. “El vulgo -dice Astrana Marín- creyó en la existencia de un complot, lo involucró antisemitamente y persiguió a los pocos judíos que entonces había en Inglaterra”.

Sin embargo, también es cierto que Shakespeare era demasiado inteligente para dejarse llevar por los prejuicios populares. La tacañería exagerada que asigna a Shylock tiene casi siempre intención satírica -no hay que olvidar que El mercader de Venecia es una comedia- pero esto no le impide mostrar el lado humano del personaje. Así, le dice a quien luego reclamará una libra de su propia carne para pagar sus deudas: “Antonio, cuántas veces me maltrataste públicamente por mi dinero… Me llamaste descreído, perro malhechor, escupiste sobre mi gabardina, todo por el uso que hago de lo que me pertenece. Pero ahora necesitas de mi ayuda. Y me lo dices tú, tú, que escupiste sobre mi barba y me echaste a puntapiés como a un perro vagabundo. Me pides dinero. ¿Y qué debo contestarte? ¿Acaso un perro tiene dinero? ¿Por haberme escupido y pateado y todas esas cortesías, tengo que prestarte dinero?”.

En otro pasaje de la obra, Shylock hace un impresionante alegato contra la discriminación: “Sí, soy un judío. ¿Acaso un judío no tiene ojos? ¿Acaso no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Acaso no se nutre con los mismos alimentos, se hiere con las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, calentado y enfriado por el mismo verano y el mismo invierno que un cristiano? Si nos pinchas, ¿no sangramos? Si nos envenenas, ¿no morimos? Y si nos ultrajas, ¿no nos vengaremos?”.

La última puesta en Uruguay de este gran texto es, que yo recuerde, una memorable versión dirigida por Eduardo Schinca en 1978 con la Comedia Nacional. También en esa oportunidad levantó polémica. Pero inteligentemente Schinca citaba un párrafo del crítico estadounidense Harold Clurman, que decía: “Siempre he considerado a El mercader de Venecia una comedia irónica acerca de la hipocresía capitalista. Antonio y sus compañeros -de hecho toda la sociedad- viven de ingresos no ganados con su trabajo. La mayoría de ellos son botarates que posan de calaveras caballerescos. Odian al judío por ser prestamista, que era virtualmente la única profesión abierta a cualquier miembro de su religión en el siglo XVI. Sin embargo, necesitan del dinero de este cuando han sido demasiado pródigos en el uso de sus propios fondos. Una vez que escapan a las consecuencias de su imprevisión y arruinan al judío, vuelven a sus diversiones y juegos irreflexivos. Esto explica el último acto, que sería superfluo y hasta fatuo, a menos que se entienda la pieza en ese sentido”.

Si algo podemos reprochar al conjunto Caballeros es haber elegido esta pieza en un contexto histórico en que la judeofobia crece, incluso amparada por la misma izquierda que marca la tendencia ideológica carnavalera. Pero acusar a Shakespeare de antisemita es desconocer el impresionante mensaje humanista que ha dejado en esta y en todas sus obras.

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