En una democracia madura -como la nuestra- los debates deben ser serios, pero no tienen que serlo únicamente las discusiones públicas, antes que ellas, también deben ser fundados los planteos y las propuestas.
Es legítimo discrepar, y eso carga de valor las contiendas de la agenda, tanto que los temas que son más caros a la sociedad como la seguridad, la educación, la salud, o el manejo de la economía son en general los que definen la línea imaginaria que separa a una opción política de otra.
Ahora bien, el sustento de proposiciones y contenido de los debates debe ser contundente. En la actividad política no hay lugar para flojos de papeles, y no es un antojo con visos de discriminación por falta de educación, sino de dedicación. Hay que sentarse, estudiar, y leer, para poder comprender y proponer.
Toda la discusión sobre el tema de la seguridad social que dio la oposición en su campaña por el plebiscito estuvo cargada básicamente de contenidos -sobre todo ideológicos- que dejaron bien clara la opción más razonable que primó: mantener a toda costa la buena y responsable iniciativa que este gobierno llevó adelante.
Porque es legítima en la forma y en el contenido, pero también porque goza de una brutal legitimidad en la causa de la misma y en su proceso de elaboración: una necesidad inevitable que se tuvo que encarar -sin medir el costo político- y que se hizo convocando a los que dominan el tema, y con invitación a toda la barra.
Conocimiento y participación. ¿Qué más se puede pedir?
Parecería que nada, pero sí, se puede requerir aún lo que faltó por parte de los adversarios políticos del gobierno: buena fe.
Escuchamos propuestas de nacionalizar las AFAP, así como apelar al tonto recurso de que nos vamos a jubilar más viejos y con menos dinero. Argumentos de venta de un movimiento político que va de la mano de un brazo ejecutor que no mide consecuencias. O no entiende la realidad.
No hubo debate, no existió por parte de los promotores del disparate un estudio sopesado de las consecuencias de su propuesta. Solo metáforas y alegorías de tinte rousseauniano. Más de lo mismo: los iluminados diciéndonos al resto de los pobres mortales cómo debemos vivir nuestras vidas. ¿Y cómo no? Cargándoles las tintas a los de siempre: los privados. Esos demonios que siempre buscan el diabólico beneficio.
El populismo demagógico volvió a invocar sus viejas consignas: nacionalizar, las empresas no pueden tener ganancias… Yo me pregunto: ¿en qué planeta viven? Si queremos empleo de calidad no podemos hacer puré a quienes invierten en crearlo.
¿Es tan difícil de entender? No.
Es sencillísimo. Pero el asunto no está ahí, lo comprenden y lo saben, la cosa es filosófica. No quieren la libre empresa, no quieren la prosperidad de los privados. No quieren la autonomía de la voluntad en los contratos. Porque lo que quieren es el delirio social-comunista de un Estado metido en todo. Quieren empobrecernos tanto como esos países víctimas de tiranos de cuarta a los que adulan.
¿Y todo esto saben por qué?
Porque temen a la libertad.
No dejemos que nos gobierne el miedo. Que nos gobierne la coalición, que nos gobierne Álvaro.