La semana pasada, cuando abordamos la crisis regional y planetaria provocada por el aumento de la tasa de deforestación de la selva amazónica, no mencionamos deliberadamente su aspecto más dramático desde el punto de vista humanitario, porque merece un tratamiento particular.
Nos referimos a las miles de personas que viven en ese vasto territorio desde siempre y conforman los pueblos originarios amazónicos. Organizados en tribus, son la mejor demostración de adaptación ambiental que se conoce porque han logrado prosperar con mucho éxito, viviendo del entorno natural.
Por esa misma razón, son extremadamente vulnerables al contacto con la civilización que los rodea. Sabemos bien cuál es el resultado más probable cuando ello ocurre: enfermedades, violencia, desplazamiento, pérdida de identidad cultural, muerte.
Desde siempre se ha hablado si ese tan desparejo resultado en el contacto de culturas es inevitable (el precio del “progreso”), en parte tratando de justificar lo que ha sido lo más habitual, la imposición del más fuerte sobre el más débil. La ley y el derecho son una conquista humana extraordinaria porque han logrado combatir -con diferentes niveles de éxito- esa lógica primitiva del derecho del poderoso y el fuerte sobre los demás.
En la Amazonia la situación es particularmente delicada para los pueblos originarios que aún sobreviven. El avance de la ocupación de tierras para la expansión agrícola, la minería, la construcción de carreteras, gasoductos y plataformas petroleras y, ni que decir sobre la construcción de centrales hidro-eléctricas, es un fenómeno que parece imparable y que no se detendrá por la presencia u oposición de algún puñado de tribus que se resistan a su desplazamiento (¿hacia dónde?). Hoy nadie discute que se trata de seres humanos con todo el derecho a conservar sus culturas y estilos de vida, con la legitimidad de ser reconocidos como los ancestrales dueños de las tierras que habitan. Pero las voces de los amenazados no se escuchan. Las organizaciones internacionales y nacionales tratan de incidir en el asunto, pero sus logros resultan claramente insuficientes.
Para colmo, aún existen las llamadas tribus no contactadas. Son aquellas que han rechazado el contacto exterior por malas experiencias u otras razones, o sencillamente porque están tan aisladas que aún no han vivido esa experiencia.
En Brasil vive la gran mayoría de ellas, se estiman entre 77 y 84. En Perú -el segundo país amazónico- se cree viven unas 15. Su aislamiento hace a estas personas más vulnerables a enfermedades desconocidas para ellos y a engañosas o malas conductas de los foráneos.
La Fundación Nacional del Indio (Funai) de Brasil aplica varias estrategias para la protección de los pueblos originarios. Una de ellas es la realización de sobrevuelos en la región, poco frecuentes, con el fin de verificar sus ubicaciones, si se han trasladado, si hay madereros invadiendo sus tierras. Hasta las coyunturas internacionales tienden a agravar la situación. Nos referimos al pujante incremento del mercado de la carne y soja en China, así como el aumento de la demanda mundial de biocombustibles.
Son necesarios mayores compromisos políticos y sociales para proteger la supervivencia de la amazonia.