Si uno consulta la historia económica del Uruguay se encuentra con que los dos autores más serios (en mi opinión), Ramón Díaz y Luis Bértola -que están en las antípodas políticas- coinciden en señalar el último tercio del siglo XIX como el período de mayor crecimiento económico del Uruguay.
No obstante hay una convicción generalizada, que ha pasado a los textos de historia y a la cabeza de muchos dirigentes políticos (de todos los partidos), de que el período de oro del Uruguay se ubica a comienzos del siglo XX, en el llamado primer batllismo.
Una cosa es la historia y otra cosa es la memoria. Según Pierre Nora (Les lieux de mémoire),| la memoria es propiedad de grupos sociales, es cambiante, desatenta o indiferente a manipulaciones, actualizable y mágica por su efectividad. La historia, en cambio, dota al pasado de objetividad, desmonta los mecanismos de la reconstrucción y pone a la vista los resortes de la magia. ¡Genial! Los uruguayos hemos descuidado la historia y cultivamos la memoria.
Muchos dirigentes políticos consideran que su misión y su responsabilidad es dar respuestas a los problemas de la gente. A primera vista este cometido parece sumamente loable. Pero tiene sus trampas. Trampas locales. La mayoría de los uruguayos y el Uruguay tomado como entidad colectiva, está todavía bajo el cautivante hechizo de su memoria. La nostalgia va cambiando de ropaje pero siempre anclada en aquel Uruguay de oro, ese que invita a construir (o encontrar) un futuro que se parezca al pasado.
No es dolencia de viejos batllistas ni siquiera de viejos viejos. Muchos jóvenes que, si por azar se interesan en la política, tienen la misma nostalgia por el estado de bienestar y la misma expectativa hacia la función pública: solucionar los problemas de la gente. El Uruguay sigue transitando lo que Carlos y Fernando Filguiera llamaron en 1994 “El largo Adiós al País Batllista”.
¿Por qué ese adiós se ha prolongado tanto? Real de Azúa, años antes había escrito: “el habilidoso arbitraje entre partido y estado hacía a nuestra sociedad desdeñosa de todo cambio de estructura y de todo impulso radical y valeroso ya que todo reclamo tiene, aparentemente, el destino de ser oído y atendido. Eso no es culpa exclusiva del batllismo en cuanto partido pero sí del estilo político de facilidad y conformismo, de piedad y contemplación del interés creado que en la vida nacional impuso”.
A esta altura de la historia no se puede esperar nada de seguir pasándole la mano por el lomo al Uruguay (lo que evocan las palabras de Real de Azúa).
Hace unos años escribí que Sanguinetti y Vázquez fueron dos Presidentes que juzgaron que su mejor contribución al país era no encrespar las cosas, no ir contra la corriente y mantener el curso.
Lacalle y Batlle en cambio intuyeron o percibieron el beneficio ulterior de ir a contrapelo para que el país levantara la cabeza y parara las orejas -mejor disposición para encarar cambios- y que ese encare no provenía de los rasgos de carácter o temperamento de Batlle o Lacalle sino de haber comprendido ambos el camino del Uruguay y la necesidad de poner un punto final a una prolongadísima despedida.
Este gobierno ya se despidió: el Uruguay, en parte, también (de ahí vino el resultado electoral).