¿Populismo en el Uruguay?

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Hebert gatto
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El populismo es un tema que concita preocupación en la politología contemporánea. No solamente por su ubicuidad ideológica, aparece tanto a la izquierda como a la derecha del espectro, sino por su generalizada localización, difundido como está por todo el planeta.

A esto agrega una capacidad camaleónica para combinarse tanto con la democracia como con diferentes “ismos”: nacionalismo, liberalismo o socialismo, aún cuando sea tema de debate si esa inusual capacidad no termina por modificar la naturaleza y calidad de las ideologías a las que adhiere.

No entraremos aquí en la definición del populismo, baste considerarlo como: a) la confrontación entre el pueblo, considerado como una mayoría ciudadanía homogénea y las élites corruptas que tradicionalmente lo han gobernado en su provecho, o b) un modo de expresar discursivamente la política, creando performativamente un sujeto político unitario, “El Pueblo” mediante el acto de nombrarlo, movilizarlo y contraponerlo a la élite. Esta última su enemiga externa. Se trata de dos modos complementarios de caracterizarlo que si bien normalmente se acompañan de la presencia del líder populista que lo expresa, no requieren necesariamente de su presencia.

Los ejemplos de populismos son innumerables, desde Juan Domingo Perón hasta el izquierdista Hugo Chávez en América, o los derechistas Víctor Orban, Silvio Berlusconi o Donald Trump y sus partidos, así como Syriza en Grecia o Podemos en España entre muchos otros. Surge de esta caracterización que una coalición pueda manifiestar un discurso de mayor o menor intensidad populista, sin por ello afectar la naturaleza específica de sus integrantes.

Adelantemos que el populismo, tal como se presenta modernamente, aspira a conseguir el poder mediante procesos regulares de elecciones. Así se transforma en mayoría étnica en el populismo de derecha, o en mayoría popular en el de izquierda, razón por la cual apoya la vigencia de la democracia, aún cuando mantenga respecto a ella una concepción que no se ajusta estrictamente a los requisitos institucionales liberales y con frecuencia suela derivar en regímenes autoritarios. Una indefinición que no siempre exhibe en otros terrenos: en la izquierda populista apoyando a la agenda de derechos liberales relacionados con el género o con grupos relegados; en la derecha en los casos que la inmigración musulmana aparece como relevante, esta es rechazada alegando la defensa de los usos y costumbres de sus minorías nacionales. Como muestran Frage, Orban, Erdogan, Le Pen o distintos partidos de Europa del Norte, la derecha populista, invirtiendo tradiciones, ahora defiende las particularidades de grupos a los que antes denigraba, alegando su defensa frente a la inmigración musulmana.

Frente a estas múltiples transformaciones del populismo, capaz de aceptar en su seno, mayorías democráticas, imposiciones liberales y raíces nacionalistas, en planteos que se extienden de derecha a izquierda, cabe preguntarse, si este neopopulismo no será una característica distintiva de la política del siglo XXI. Capaz de mimetizarse con muchas de las formas políticas clásica y de plantear a la democracia liberal, enormes desafíos.

En el Uruguay la sólida tradición pluralista del país, constituyó una valla permanente para el ingreso del populismo. Se han rastreado algunas de sus manifestaciones en el ruralismo de Benito Nardone, un líder agropecuario de derecha que llegó a concebir la peripecia nacional como el enfrentamiento entre botudos y galerudos. Por más que su actuación solo se extendió un corto período de nuestra historia.

Parecido rechazo a caracterizaciones populistas recibieron los partidos de izquierda tradicionales, que parapetados en su concepción clasista de la historia de impronta marxista siempre repelieron cualquier apartamiento del canon. Un fenómeno que no varió con la creación de la coalición Frente Amplio, que a influjo de socialistas y comunistas conservó su sesgo clasista revolucionario, notorio en su programa de 1971, por más que morigerado por la siempre alegada transición. Un desenlance que tendió a difuminarse en 1985, pasada la dictadura, cuando un fuerte centro socialdemócrata pareció dominar la escena.

No son las mismas las circunstancias actuales. La debacle de 1989, con la caída definitiva de la URSS y el progresivo debilitamiento de sus bases ideológicas, primero el leninismo y seguidamente el propio marxismo, culminó en un proceso que el paso de los años decretó como definitivo. Si bien ello no se reflejó inmediatamente en los resultados electorales del Frente, que consiguió, sin modificaciones profundas, ganar la Intendencia de Montevideo, a la larga su debilidad ideológica se hizo notoria. El siglo XX había demostrado que el socialismo entendido como etapa de superación del capitalismo, ya no resultaba viable. Esta falencia, si bien no impidió el triunfo frentista en las elecciones nacionales, dominadas por la coyuntura local, paulatinamente se fue haciendo notar. Hoy los partidos que dominan el Frente Amplio, MPP y PCU, junto a las bases, superan largamente el 60% del total de la coalición, pero se rehúsan a adherir a una plataforma socialdemócrata, que continúan considerando un disfraz del capitalismo. En tales circunstancias, de vacíos ineludibles, no es difícil que se abra paso un discurso populista a la uruguaya, donde la clase es sustituida por el pueblo, las organizaciones sociales y sindicales obtienen un papel preponderante, la revolución se relega al olvido, se apela a un difuso “capitalismo inclusivo” y se cultive un nacionalismo regional basado en coincidencias políticas.

El independiente Fernando Pereira, nuevo portavoz del frentismo, aparece como la figura ideal para ese papel. En su discurso señala que el F.A. y la coalición conservadora “representan intereses contrapuestos”. El FA debe articular “nuevas demandas sociales”y buscar acercamientos con los “feminismos, sectores urbanos medios …..y el mundo de las artes y la academia.” Una estrategia hegemónica de cerrada oposición, ajena a toda colaboración, que repite a la letra las indicaciones de Chantal Mouffe y el fallecido Ernesto Laclau, maestros del populismo en estado puro. El fenómeno es aún incipiente, pero su contagio continental parece ilimitado.

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