Uruguay es un país atado con alambre, casi todo es precario, por momentos despertamos en una enorme obra de teatro, dónde hacemos que nos ocupamos, en una especie de juegos de roles. Sin embargo, la realidad indica, que incluso los mejores de la clase, con suerte llegan a mitad de camino; hay que calentar el agua para matear.
Este escribidor, sin lugar a duda, también se pone el sayo.
Tenemos policías y bomberos mal equipados, y aunque duela, muchos de ellos, mal alimentados, dormidos y débilmente capacitados. Canchas de baby fútbol e instituciones de todo tipo, con instalaciones eléctricas de peligrosidad alarmante, dependencias estatales con frondoso personal de seguridad que se ingresa colocando “cara de ministro” o manifestando “lo que suena es el mate”. Permisos de bomberos omnipresentes en cada charla, pero que nadie logra. Cámaras de seguridad en el fútbol que no funcionan. Regulaciones por doquier, con organismos de contralor que poco controlan, pero allí están, incólumes dando la apariencia de ser un país en serio.
Cárceles, libradas a la buena de Dios, puentes icónicos que casi se caen y nadie controló por décadas. Ramblas que se desploman, un sistema de transporte profesional con extraños accidentes por vehículos saltarines o choferes hipnotizados por marcianos, hogares de ancianos con mucha regulación aplicada como una burócrata decoración y allí todo sigue, sin reacción. Un sistema político que por décadas se ha rasgado la vestidura por las políticas de protección a las mujeres que sufren violencia, pero con juzgados y actores del sistema desbordados y sin capacidad de atención.
Los ejemplos son por miles, en cada rincón, en cada actividad, los cuales se encuentra en mayor o menor medida caricaturizados, pero con una sólida base, somos un país que parece mucho mas en serio de lo que en realidad es.
Siempre me convenzo de que, la naturaleza, la divina providencia o el gran arquitecto, han sido extremadamente generoso con nosotros, porque al final del día, nos pasan pocas desgracias.
Sin embargo, la noticia del niño que falleció, directa o indirectamente producto de una larga cadena de años de desidia y mal cumplimiento de los deberes nos pegó como una piña en la cara. Este abandono no es público ni privado, es un abandono cultural generalizado, nos hemos acostumbrado y somos parte de una sociedad que fomenta y tolera que todo sea mediocre.
Lo duro, es que, como siempre los que pagan más duramente las consecuencias en esta recóndita y bastante anodina tierra, sean los niños.
Podemos ser una mejor sociedad, podemos dar mucho más, todos, sector público y privado, pero ello no es cómodo ni fácil. Si seguimos siendo una sociedad, que sus integrantes, tienen como aspiración de vida estar cómodos, esforzarse poco y “disfrutar la vida”; quienes seguirán pagando las consecuencias de una sociedad que no aporta valor, que no se compromete y que no se exige, son nuestros niños.
Y lo pagarán de las más diversas formas, con marginación, con pobreza y también con situaciones brutales, producto de nuestra enorme mediocridad como sociedad.
La autocomplacencia y benignidad que tenemos con nosotros mismos es un acto de inconsciencia suicida; eso sí, suave, lento, cómodo.