Nuestra América Latina no termina de apagar un incendio cuando ya se enciende otro.
Adolecemos desde hace demasiado tiempo las dictaduras de Venezuela y Nicaragua y la decadencia angustiosa del fracaso sin redención de la aventura marxista en Cuba, otrora sueño redentor de un nuevo tiem-po. Es verdad que no estamos en los años 60, con su dialéctica de guerrillas guevaristas y golpes militares, pero sí sufrimos de fragilidades democráticas evidentes, algunas hoy de extensión universal y otras bien propias de nuestro espacio.
Entre las primeras tenemos el modo cómo se debilitaron los históricos partidos democráticos de Colombia, tan antiguos como los nuestros, o los de la exitosa Concertación chilena, que luego de conducir con brillo el riesgoso pospinochetismo dieron paso a una elección de extremos y hoy se ofrece una confusa perspectiva electoral para el próximo noviembre. No es distinto a lo que ha ocurrido en Francia, en Italia, Holanda o aun Alemania, donde derechas extremas, agitadoras más que conservadoras, distorsionan los equilibrios clásicos y abren períodos de incertidumbre.
Novedad de estos tiempos, el contagio populista ya no asoma tanto a la izquierda como a la derecha y llega hasta los EE.UU., donde si bien no logra agrietar los pilares del sistema democrático, exhibe el grotesco del divorcio político de Trump con Elon Musk. El político con más poder del planeta que dio lugar en su gobierno al empresario más rico del mundo, extraño matrimonio de potencias personalistas, termina ahora con este conflicto en que uno publica videos escandalosos del otro, que a su vez amenaza con derrumbarle la empresa…
También están los males latinoamericanos propios, como la deriva autoritaria de México, instaurando una justicia electiva que lleva inevitablemente a una politización de la magistratura, obligada a salir a buscar votos como cualquier diputado o ser representación espuria de las organizaciones mayoritarias. O la acción desestabilizadora de Evo Morales en Bolivia, cuestionando un proceso electoral en su etapa final, única esperanza de que el país se normalice. O las penurias que ha tenido que atravesar el presidente de Ecuador para afianzar la estabilidad institucional de un país donde las sombra de uno de los pioneros del populismo latinoamericano, Rafael Correa, todavía se proyecta.
Así llegamos a la tragedia colombiana. El atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay sacude hoy a América Latina porque vuelve a ponernos en el horizonte el fantasma de la violencia terrorista, que habíamos borrado de la agenda desde que Juan Manuel Santos hizo la paz con las FARC. Un sicario menor de edad dispara un arma que alguien desde la sombra puso en sus manos a cambio de dinero y una buena defensa judicial.
La víctima es un joven senador, de 39 años, precandidato presidencial, hijo de una familia de larga tradición política por el lado de su madre, Diana Turbay, asesinada en 1991 en un intento de rescate de un secuestro que sufrió a manos del narcotráfico. La conocí como periodista y antes muy cerca de su padre, Julio César Turbay Ayala, presidente entre los años 1978 y 1982. “El Turco” (así se le decía por su padre, libanés de origen, instalado en Bogotá a fines del siglo XIX) le había ganado la elección a mi amigo Belisario Betancur, que luego se tomaría la revancha en la elección siguiente. Turbay fue un enorme y particularísimo político, con su corpachón y sus clásicas corbatas de moño, que siguió ejerciendo una gran influencia en el Partido Liberal. Apoyó a Virgilio Barco Vargas, con el que compartimos presidencia, al igual que con César Gaviria, Ernesto Samper Pisano y Andrés Pastrana, todos buenos amigos, representantes característicos de una política que unía la tradición con el buen decir y la calidad intelectual. De paso digamos que en lo del buen decir Colombia es emblemática, porque se habla allí un castellano mejor que el de Castilla y del cual Belisario era el representante supremo, dueño de una elegancia que unía la riqueza del vocabulario con el señorío de la metáfora oportuna.
Más tarde fue presidente Álvaro Uribe Vargas, valeroso luchador, que se aleja del Partido Liberal para formar el partido de Centro Democrático, al que pertenece este joven político, que hoy sufre lo que sufre y a las horas de escribir estas líneas aún pelea por su vida, pendiente de un hilo. Ha sido un opositor tenaz a la errática conducción del presidente Gustavo Petro.
Cómo seguirá todo esto no lo sabemos, pero es un rebrote inesperado de una violencia política que parecía superada, una vez que se venció a las históricas guerrillas y se derrumbó el imperio cocalero de Pablo Escobar.
En medio de estos pesares se ha iniciado un juicio al expresidente Bolsonaro de Brasil y culminó el que desde hace años arrastraba la Dra. Cristina Fernández de Kirchner, hoy condenada en sentencia definitiva a seis años de prisión e inhabilitación para todo cargo público. Ocho años presidenta, cuatro vicepresidenta, presidenta del Partido Justicialista, carismática y arbitraria, su prisión será un factor de agitación de futuro imprevisible. Por más que lo alegue, su juicio, llevado durante años por varios jueces y fiscales y culminado ahora con la unanimidad de la Suprema Corte, no luce como un acto de venganza política. Las pruebas se ven concluyentes, la trama era demasiado notoria.
Se abre ahora para la Argentina otro tiempo político, más despejado aún para su actual presidente. Allí estuvimos el lunes pasado, en Buenos Aires, acompañando al presidente Orsi, junto al expresidente Lacalle Pou, para recibir el premio Anna Franck. Más que a nosotros, es un reconocimiento a la democracia uruguaya, la de este país nuestro que, no obstante su escaso peso material, se destaca en una América adolorida desde hace tantos años y acongojada estos días por esta querida Colombia, que al mismo tiempo― tantas alegrías nos sigue dando con la magia de García Márquez y la música de Shakira.