El 2025 está llegando a su fin y lo recordaremos por varias cosas. Entre ellas, porque oficialmente entramos en la quinta revolución industrial.
La primera (1760-1840) se dio con la mecanización de la industria textil y el auge del uso del agua y el vapor. La segunda (1870-1914) con la electrificación y el desarrollo del acero y el petróleo, impulsando el transporte y las telecomunicaciones, además de la expansión de la producción en masa. La tercera (1960-2000) fue con la llegada de la informática y lo digital. Aparecieron las computadoras y se democratizo el acceso a la información, sentando las bases para la cuarta, que surgió del 2000 en adelante. Ésta se caracterizó por la conectividad y un salto exponencial en la aceleración tecnológica, cambiando radicalmente cómo interactuamos con ella y entre nosotros.
La flamante quinta revolución, que combina la IA, la automatización y la sostenibilidad, busca un enfoque humano de la tecnología. Se caracteriza por ser cognitiva, acelerada, transversal, cooperativa y disruptiva. Mientras que las anteriores se basaron en la sustitución de esfuerzo físico por máquinas, ésta busca redefinir la relación entre lo humano y lo artificial en la producción de conocimiento, aspirando a poner a las personas en el centro de la innovación. La pregunta clave no es ¿qué puede hacer la tecnología por nosotros? sino ¿cómo podemos utilizar la tecnología para mejorar nuestras vidas? Es un nuevo paradigma al integrar tecnología y colaboración humana, donde las facultades humanas no son reemplazadas sino amplificadas por la tecnología.
Ahora, permítame cortar con tanta dulzura, pero tanto romanticismo parece difícil de creer que se vaya a dar así, tan espontáneamente.
¿Cómo podemos hacer para que realmente ocurra? ¿Cómo lograr que la tecnología esté a nuestro servicio y no lo opuesto?
Por lo pronto, los que saben dicen que la transformación tecnológica que estamos viviendo no significa, necesariamente, la eliminación de puestos de trabajo sino la extinción de funciones repetitivas y la aparición de nuevas, que exigirán competencias completamente diferentes. Por ende, para que las personas no dejemos de estar en el centro de la generación de valor, la formación continua deja de ser un diferencial para convertirse en un requisito.
Y una posible pista de por donde ir está en las competencias que se estima serán más valoradas como el pensamiento crítico, creatividad, adaptabilidad, inteligencia emocional y toma de decisiones ética. Se van a necesitar cada vez más profesionales capaces de resolver problemas complejos, liderar equipos multidisciplinarios y actuar en contextos ambiguos. Esto nos obliga a empresas, gobiernos, centros educativos y a cada uno de nosotros a tener que adaptarnos permanentemente a tecnologías que evolucionan más rápido que el orden jurídico y los sistemas educativos. Lejos de seguir las tendencias, el rol proactivo de cada uno de nosotros pasa a ser lo relevante. Dicho de otra manera, lograr que la IA funcione como un refuerzo cognitivo para acceder a niveles de razonamiento, creatividad y productividad mayores, en lugar de sustituirnos. Para eso tenemos que dominar, en lugar de ser dominados.