Péguy decía que quien no tiene víspera no puede tener mañana. Escribo esto a pocos días de que el Partido Nacional cumpliera un nuevo aniversario. El bicentenario está ahí nomás. Tenemos víspera y queremos mañana. ¿Qué puede decirle a la sociedad un partido político en 2025?
En todo el mundo los partidos sufren el viento de época. Ninguno es inmune a la crisis de representación: algunos caen en personalismos, otros en la falta de creatividad para comunicar, en la burocracia cupular, en la inercia o en todo eso junto. Los partidos no pueden ser mejores que la sociedad que expresan. El nuestro enfrenta esa realidad, marcada por la gestión diaria en los departamentos donde gobierna, la urgencia de ser oposición, la inmediatez de las redes y el bajo compromiso partidario de algunos dirigentes.
Mirar y ver es el principio de la sabiduría. Este aniversario invita a reflexionar sobre lo que somos y, sobre todo, lo que queremos ser. Urge un nacionalismo fortalecido para enfrentar los verdaderos temas que condicionan la viabilidad del país. Desde la herramienta partidaria debemos comprender el Uruguay actual y, más difícil aún, impulsar reformas profundas sin las cuales no tendría sentido gobernar.
El otro gran problema es organizativo. Herrera logró que los nacionalistas -entonces un ejército en retirada- se inscribieran masivamente, construyendo un partido popular y de masas. Esa transformación, sumada a las disidencias batllistas, permitió el triunfo de 1916. Más tarde, Fernández Crespo profundizó esa tradición y Wilson modernizó la estructura. Hoy reinventar la herramienta es, más que un desafío, una cuestión de supervivencia.
Tener una agenda nacional, hacer sociología del país, comunicar con claridad qué proyecto defendemos y mejorar la organización no es un lujo: es lo mínimo indispensable. Nuestra visión del mundo empieza aquí. Los problemas globales los miramos con el lente de la comunidad nacional. Y si padecemos el dulce delirio de las libertades, también debemos asumir la libertad de pensarnos. Su costo es la responsabilidad, más aún en tiempos en que la política produce extremos.
Precisamos un partido a la altura de las transformaciones sociales, económicas, culturales y tecnológicas. Cambia todo: la sociedad, la cultura, la innovación. Lo que no debe cambiar es la vocación de transformar un país gobernado por la cultura del empate, que amenaza con colapsar nuestro modelo de convivencia. Es lindo -y quizá nada más- ser parte del viejo Partido Nacional. Pero mejor es estar a la altura de la época, comprenderla con todas las épocas a la vez, romper con la apatía, temer al cascarón vacío y al discurso cómodo. No somos ni la sacrosanta moderación equilibrista ni la moda de los gritos que juntan likes.
El riesgo, peor que desaparecer, es volverse irreconocible. En Las actas del juicio, Piglia narra la muerte de Urquiza no como traición, sino como acto inevitable: murió el día que dejó de parecerse a lo que sus hombres creían de él. Había dejado de encarnar una idea. Nadie traiciona a quien respeta. El peligro para un partido no es perder una elección: es que su gente deje de reconocerlo. Urquiza murió cuando dejó de valer la pena seguirlo.
Corresponde a nosotros interpretar los nuevos fenómenos y actuar en la sociedad uruguaya de hoy en pos del bien común.