La República Libre de Río Branco

La figura de Baltasar Brum es una piedra en el zapato de la uruguayez. ¿Cómo es posible que, en nuestro pequeño país modelo, un dirigente político brillante decidiera suicidarse en señal de protesta a un golpe de estado?

Esta interrogante está magistralmente analizada en el nuevo libro de mi admirado amigo Hugo Burel, La calle del sacrificio, cuya lectura recomiendo como imprescindible.

Durante mucho tiempo y sobre todo para los batllistas, la grave determinación de Brum fue un ejemplo de heroísmo. Con principismo democrático, procuró rebelarse al quiebre institucional perpetrado por Gabriel Terra. En la puerta de su casa llegó a pronunciar un discurso antológico, proclamando la república del título, que no era otra que la de esa pequeña porción de la calle Río Branco donde resistía al tirano. Y cuando comprendió finalmente que carecía de respaldo popular y castrense, dio fin a una espera larga y tensa gritando “¡Viva Batlle! ¡Viva la libertad!” y pegándose un tiro en el pecho.

Sin embargo, la sombría realidad del suicidio en nuestro país fue apagando lentamente esa aureola: paradójicamente, la mayoría de quienes hoy impulsan una ley que despenaliza la autoeliminación asistida por sufrimiento insoportable, coincide con el golpista Terra en que la inmolación de Brum se debió a un “trágico desvarío”: es bien visto el suicidio de alguien deprimido por una enfermedad terminal, pero no el de quien se inmola para curar a su patria del fascismo.

Ahí está lo genial de la novela de Hugo Burel.

Un Brum que vuelve como “yo narrador” fantasmal, 90 años después de su muerte, reflexiona sobre su sacrificio y no solo eso: analiza críticamente el país del presente, por cuya libertad ofrendó su vida. ¿Debió resistir a tiros contra quienes venían a detenerlo, poniendo en riesgo a los modestos policías que apenas cumplían órdenes? Descartado. ¿Debió entregarse, asumiendo el fracaso de su rebelión? Descartado. ¿Debió aceptar la oferta de asilo político de la Embajada de España? Era una mano que le tendía el mismo dictador, así que lo descartó también. Su calle del sacrificio fue en realidad un callejón sin salida: si con un revólver en cada mano y un discurso encendido no pudo evitar que sus compatriotas se adaptaran mansamente a la tiranía, los utilizó para salpicarla con su propia sangre y, tal vez así abreviarla, lo que efectivamente ocurrió.

No creo que desvariara, como está de moda interpretar. Creo en cambio que Brum fue uno de los escasos exponentes de un sistema político uruguayo que se jugó la vida por sus ideales, como lo serían 40 años más tarde Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz. En 1933 había sobradas justificaciones para el golpe, que Hugo relata en su libro: déficits cuantiosos de las cuentas públicas, deuda externa impagable, atrasos en los pagos previsionales, Caja de Jubilaciones al borde la quiebra (¡cuándo no!), desempleo a niveles récord… La tentación totalitaria infecta también a la ciudadanía cada vez que la economía se deteriora: pasó lo mismo en 1973, con una izquierda que unánimemente abrazó la rebelión militar del 9 de febrero y un poder ejecutivo que acabó respaldándola el 27 de junio. Siempre sospeché que la decisión última de Baltasar Brum tenía que ver con eso: un demócrata cabal dirá una y mil veces “no” a esa tentación autoritaria, por más que esta se imponga por la fuerza y sea consentida por el pragmatismo pueril de la gente.

La sangre de Brum me salpicó a mí mismo, a lo largo de toda la vida.

En plena dictadura, actué en un espectáculo emblemático de la inolvidable Stella Santos, La república de la calle, una pieza teatral de Washington Barale que exponía el tema erróneamente (desde el paradigma de la lucha de clases) pero lo hacía invocando emotivamente a Brum en el mismo momento en que intentábamos salir de otra oprobiosa dictadura.

Luego vino el impacto de El dirigible, la extraordinaria película de Pablo Dotta a la que también refiere Hugo en su libro: la extraña casualidad de que al lado del portal donde Brum aguardaba su incierto destino, había un cartel que anunciaba un filme con ese título, y cómo un año después del sacrificio del héroe, un dirigible nazi atravesó el cielo montevideano ante la mirada impasible de una población amansada.

Pero mi vínculo con el tema no termina ahí. Desde hace unos meses, increíblemente vivo en el edificio pegado a la casa donde se mató Brum. Paso todos los días por el mismo portal donde estuvo parado con sus hermanos y amigos, esperando el desenlace trágico. Me quedo un rato de pie en el medio de la calle Río Branco, en el lugar exacto donde cayó sin vida, pero no calló ni callará nunca.

Ojalá seamos más cuidadosos para desalentar el suicidio cuando este se fundamenta en problemas de salud mental o sentimientos de culpa, por ser improductivos y necesitar ayuda.

Y ojalá aprendamos a valorar a quienes lo hacen para ser fieles a sus ideales, en un mundo degradado por un utilitarismo ruin y acomodaticio.

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