Todo ocurrió como era de esperar. La Corte Suprema ratificó la culpabilidad de Cristina Kirchner y su numerosa feligresía manifestó en las calles indignación por lo que considera un injusto acto de persecución política.
Como también era de esperar, la ex presidenta convirtió el momento en un escenario donde protagonizar la épica de la líder perseguida por haber defendido al pueblo de los rapases poderes económico y financiero. Según Cristina Kirchner, no va presa por la descomunal corrupción de su gobierno, si no por lo que hizo bien y para evitar que siguiera “ganando elecciones”.
La evidencia muestra lo contrario. Acababa de auto-postularse para competir por una banca provincial en el tercer cordón del con-urbano bonaerense, el territorio donde quien se candidatee de su fuerza política tiene el triunfo asegurado.
La líder kirchnerista hizo lo mismo que hicieron todos los gobernantes y ex gobernantes encarcelados por corrupción: declararse perseguidos. Sin importar las evidencias en su contra, los líderes ideologizados y mesiánicos, o sea los que tienen relato épico, logran que el núcleo duro de sus bases de apoyo lo vea como un perseguido y no como alguien que cometió un delito.
Los ejemplos más claros de lo que ahora hace Cristina está en dos líderes ultraconservadores: Donald Trump y Jair Bolsonaro. El asalto al Capitolio para destruir un proceso electoral y el ataque a los edificios de la república en Brasilia fueron delitos perpetrados ante los ojos del mundo. Pero las bases trumpistas y bolsonaristas sólo ven lo que sus líderes quieren que vean.
Lo mismo pasa con la corrupción kirchnerista. Demasiado grande y obscena, pero imperceptible para una militancia que consume “relato” político-ideológico.
Es obvio que el próximo paso será equiparar su condena con el encarcelamiento de Lula que abrió el camino al poder a Bolsonaro. Aquí no hay un juez Sergio Moro que argumentara “no tengo pruebas pero tampoco dudas” sobre un dúplex en Guaruyá, antes de convertirse en superministro del gobierno que posibilitó su sentencia contra el líder del PT. Aquí la Corte Suprema no se pronunció contra las sentencias anteriores, como hizo el Superior Tribunal Federal con Lula, sino confirmando las condenas en dos instancias contra la viuda de Néstor Kirchner.
Las manifestaciones seguirán, pero es difícil que se produzca un “17 de Octubre” que la saque de prisión como aquel día de 1954 que sacó de la cárcel a Perón. La pregunta es por cuánto tiempo el peronismo no kirchnerista acompañara, al menos haciendo un respetuoso silencio, a la dos veces presidenta. Cuánto tiempo permanecerá Axel Kicillof simulando que la quiere libre y políticamente apta para competir en elecciones.
La otra pregunta es por cuánto tiempo el mayoritario anti-kirchnerismo seguirá simulando que las actuaciones de Milei son normales y aceptables. El presidente sigue apegado a un relato tan ficcional como el de la épica kirchnerista, y ejerciendo una violencia política verbal totalmente repudiable, sin que sus exacerbadas bases dejen de ovacionarlo y sin que la opaca centroderecha se atreva a cuestionarlo con la energía adecuada.
Milei puede hacer bullyng a un niño autista, insultar con metáforas pornográficas, además de negar la realidad evidente, como hacen todos los “relatos” ideológicos, sin que una oposición democrática se atreva a denunciar la gravedad de esas prácticas autoritarias. Las bases fanatizadas del ultraconservadurismo argento seguirán gritando gol aunque la pelota vaya a parar a la tribuna. Y sólo quedará la voz solitaria del periodismo independiente (aquel que no se volvió vocero presidencial) recibiendo del presidente acusaciones absurdas y brutales como respuesta al ejercicio de la profesión.
A la condena de Cristina, Milei la comentó con un tuit en el que ataca al periodismo diciendo que la decisión de la Corte confirma que el “pacto de impunidad” del que se habló en la prensa es una infamia más de los periodistas “ensobrados” (sobornados).
En rigor, la decisión de la Corte no prueba nada. Es imposible aseverar que ese habría sido el pronunciamiento de la máxima instancia judicial si Milei hubiera logrado convertir en jueces supremos a García Mansilla y Ariel Lijo. En particular, el caso de Ariel Lijo justifica las peores sospechas por tratarse de un magistrado sumamente turbio y porque su nombramiento fue, primero que nada, tratado entre el oficialismo y el kirchnerismo.
Además, al proyecto de Ley de Ficha Limpia que envió el oficialismo al Congreso nacional la hundieron dos legisladores misioneros que han votado siempre todo a favor del oficialismo porque el jefe de ambos se entiende con Milei.
El presidente argentino perdió una oportunidad más de actuar con responsabilidad institucional y con seriedad política. Fue una torpe manera de tapar lo que visiblemente ha venido haciendo desde un principio: mantener a Cristina en el centro del escenario y electoralmente competitiva porque eso es lo que le permite absorber todos los votos del antikirchnerismo.