Todos los veranos de mi infancia, mis tíos nos invitaban a pasar unos días en el por ese entonces, despoblado y exótico Cabo Polonio. Pasábamos el día entero trepados a las rocas y recogiendo algas. Y al irnos a dormir y en la oscuridad de la noche, mi madre nos contaba las mejores historias que ella misma improvisaba. Me acuerdo de la emoción de cada noche en las que iba trenzando las palabras para lograr la fascinación con el conjuro de su imaginación. Acortaba o alargaba cada escena según el ambiente del cuarto, dominando el arte de las pausas y el suspenso. Y ni que hablar, con la magia de interrumpir la historia en el momento perfecto para dejarnos a todos muertos de ansiedad de que llegara la noche siguiente. Posiblemente la trama de esas historias se basaba en sus lecturas previas, pero cómo saberlo. Y, llegado el caso, era irrelevante.
En la antigua Grecia, el saber popular también se transmitía en el acto vivo de la oralidad. Los poetas recitaban historias épicas, retocándolas, incorporando matices y personajes, sin que aún existiera el concepto de derecho de autor. Durante siglos esas leyendas cambiaron con el tiempo, porque lo que importaba no era la fidelidad del relato, sino el efecto que lograban en la audiencia. La función no era solo narrar, sino cumplir un propósito: transmitir experiencias, sabiduría y valores, transformándose en leyenda, cuento o fábula. Era un relato vivo, moldeable, que tenía sentido distinto según la ocasión.
Todo cambió con la aparición de la escritura. Al principio, la palabra escrita sufrió rechazo, Sócrates entre sus detractores. Pero la escritura permitió alargar la vida de la memoria y así fue como el texto se inmovilizó, se fijó para siempre, salvándolo del olvido. Las narraciones perdieron su fluidez y elasticidad, en aras de multiplicarse infinidad de veces. Al mismo tiempo los lectores tuvieron tiempo para asimilar y meditar con tranquilidad las ideas, dando lugar al oficio de reflexionar despacio sobre ellas, permitiendo la filosofía y la ciencia.
Hoy nos encontramos frente a una nueva encrucijada. En tiempos de ChatGPT, la fuente, la autoría se vuelve un concepto más laxo y difícil de probar. Se vuelve mucho más complejo determinar si hubo plagio y más aún, usarlos sin cometerlo involuntariamente.
Incluso antes de la IA, Jacques Derrida, el filósofo francés, hablaba del sentido en movimiento de las palabras, argumentando que el significado no es fijo ni inherente a las palabras, sino que se construye y se transforma de forma dinámica con el contexto.
¿Estaremos en tiempos donde el derecho de autor perdió su relevancia? ¿Donde lo importante pasa a ser cómo se utiliza ese conocimiento? ¿Será que la IA es una vuelta a la vieja oralidad?
A lo largo de la historia las formas de transmitir y crear conocimiento se han ido adaptando a las tecnologías de cada época. Pero lo que nunca deja de ser relevante, es aprender a utilizar la creatividad en libertad, asumiendo que el valor reside en cómo reescribimos nuestras historias y el sentido que le damos. Como en los veranos en Cabo Polonio, la magia estará siempre en la capacidad de crear y en el arte de transmitir, porque esa sigue siendo la esencia misma de lo humano: crear sentido en un mundo en constante cambio.