Guerra y fragilidad económica

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julio maría sanguinetti
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Tiempos recios”, titulamos nuestra última nota en El País, aludiendo a lo que nos han dejado la pandemia y la guerra europea. Un mes después, la tormenta está a la vista. Es más que una posibilidad.

Nunca antes nadie ha amenazado con el armamento nuclear como lo está haciendo el nuevo Zar de esta Rusia que creíamos iba camino a una democracia. Ni aun en la crisis de los misiles en Cuba, de las que en estos días se está cumpliendo sesenta años, se habló con ese desenfado. En todo caso, desde entonces, no ha habido un riesgo tan grande como el de hoy.

Uno de los mayores problemas es que la autocracia rusa es aún mayor que la de los gobernantes de la época soviética, sometidos por lo menos a un control partidario, que -cuando se ejercía- era implacable. Hoy ella solo tiene enfrente a su destino histórico, asumido mesiánicamente. Es el retorno de la “Rusia eterna” y del sueño imperial.

En términos políticos, Putin ya perdió la guerra: su objetivo era lograr un gobierno afín en Ucrania, como el de Bielorrusia. Nunca imaginó la resistencia que encontraría. Mucho menos que Occidente, limitado a declaraciones en el caso de Crimea, se embarcaría en una guerra con toda la orquesta. Está claro que si Ucrania conservaba una fuerte conciencia de identidad, después de esta tragedia, ella se ha transformado en una hostilidad eterna al invasor.

En lo militar, pese a la enorme superioridad cuantitativa, ha mostrado una gran debilidad. Y una desmotivación en sus soldados que imaginamos aún peor que la que sufrieron los norteamericanos en Vietnam. Decimos peor porque ucranianos y rusos son pueblos hermanos, al punto que Ucrania se considera la matriz de la civilización rusa y de la Iglesia Ortodoxa. Como decía Raymond Aron, el mayor polemólogo moderno, “aun en la era nuclear el hombre sigue siendo el factor de la victoria”.

El equilibrio necesario para que la disuasión funcione y lleve a cesar el fuego es siempre el desafío, especialmente cuando la situación se le ha ido de las manos al invasor, que provocó el conflicto y ahora dobla la apuesta cada vez que sus tropas retroceden. Se está ante un escenario inimaginado por las dos partes. Y ahí viene el dilema clásico de cómo aplicar “la racionalidad a las actitudes irracionales”.

Estamos escribiendo el jueves y no sabemos qué estará ocurriendo este domingo en que el artículo llega a nuestros generosos lectores. Lo que sí ya nos queda claro es que hemos entrado en otra fase de la globalización, en otra mutación, que no invalida sus motores, pero cambia de frecuencia y dirección. La inflación, que ya se insinuaba, se ha hecho grave con las subas de precios, pero ahora no bajan al mismo ritmo de lo que está ocurriendo con los de nuestras exportaciones. Es la amenaza de la tan temida “estanflación”, que reúne “el peor de ambos mundos”, como dijo allá por 1965 el Ministro de Finanzas británico, que acuñó el término. Con China a menos ritmo, EE.UU. subiendo intereses, el FMI anunciando “fragilidad y volatilidad” en la economía, está claro que países como el nuestro tienen un horizonte muy complicado.

De todo esto parece estar al margen nuestra benemérita oposición. Habla como si no hubieran dejado el gobierno hace tres años, luego de quince. Convocan al diálogo en el mismo momento que no ahorran cuestionamientos ni al Presidente de la República. Una y otra vez intentan recurrir al mundo exterior para desacreditar al país. Hasta lograron promover la insólita intervención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el medio de la elección de la dirección de una institución nacional que realizaba nuestro Parlamento. Un pasaporte otorgado conforme a las reglas más laxas fijadas por el Frente Amplio es poco menos que el escarnio internacional. Ni hablemos del mundo gremial, ausente de toda la problemática universal, que transcurre -además- en un cambio de economía industrial a digital, que crea empleos para los que no hay oferta y destruye los que tienen más demanda. No advierten que la mayoría está en riesgo. Siguen interpretando el mundo desde una óptica de lucha de clases tan perimida como las monarquías absolutas. Todo muy antiguo, muy arcaico.

Cuando se habla de “recortes” en la Rendición de Cuentas, se mide en toda su dimensión la eficacia de la construcción simbólica de falsedades. Porque el Presupuesto ya está fijado y lo que se está discutiendo es cuánto se le agrega. Podremos quejarnos de que los 260 millones de dólares no son suficientes, pero nunca de que se “recorte” algo, sencillamente porque no está en juego. En la educación se aumenta y mucho para los programas estrictamente pedagógicos, pero se convoca a la protesta pintando cuanta pared se encuentra con esos inexistentes “recortes”... Al mismo tiempo, se vitupera una reforma que intenta enfrentar el desastre heredado del Frente Amplio, que durante 15 años solo tuvo como programa destruir lo hecho desde 1995.

Nuestro país ha capeado hasta ahora la pandemia y las resultancias de la guerra. La economía se ha recuperado, el empleo también. Ahora enfrentamos otra fase, tanto o más complicada, en un mundo notoriamente incierto. Si hemos llegado hasta aquí es por el sostén de la coalición política y la coherencia de la política económica y social. Más que nunca, entonces, se hace necesario mantener la línea, seguir con las reformas y mirar, como siempre que crecimos, hacia el mundo. O hacia los costados, para compararnos y entender que estamos en el buen rumbo.

La historia no se construye con pequeñas y efímeras anécdotas de pequeños personajes.

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