Eutanasia y prejuicios

A esta altura, cuestionar la nefasta ley de eutanasia es una causa perdida, ya lo sé. Sin embargo, me rebela abandonar la batalla, sobre todo cuando leo cañonazos a favor del proyecto, viciados de ignorancia prejuiciosa.

Tal es el caso de una columna publicada en este diario el pasado domingo 29. Bajo el título “Eutanasia y libertad”, Silvia Lecueder incurre, como tantas veces se hace, en la simplificación de que el rechazo a esa práctica proviene de creencias religiosas. Suele ser el primer argumento denigratorio contra quienes -desde el más rabioso agnosticismo, como es mi caso- lo que defendemos es el básico y principal derecho a la vida, no como una opción individual sino como una garantía de la ley. Cada vez que el Estado realiza acciones para impedir suicidios -una vergonzante pandemia en nuestro país- lo hace justamente para defender a las víctimas de una decisión que no nace de su libertad sino del dolor y la depresión.

En su columna, la colega se atribuye “la generosidad de ahorrar a mis seres queridos la contemplación de una miserable agonía (…) en una cama llena de tubos, sondas, drogas que irán aumentando la dosis hasta que la muerte me encuentre inconsciente. Porque la elegancia también importa para el recuerdo que dejaré”. Faltó que agregara “antes muerta que sencilla”. Se trata de un prejuicio revelador: si te encontrás en situación de vulnerabilidad, es preferible suicidarte, con tal de no dar lástima.

En otro pasaje opina que el argumento de que la eutanasia se puede sustituir por cuidados paliativos es irracional: “¡Falsa oposición, exclamaría Vaz Ferreira!”. No es nada falsa. Los expertos en cuidados paliativos son contestes en que la sedación terminal efectivamente calma el dolor en una agonía cruenta. Es cierto y está demostrado que este instrumento alivia pero no mata, como sí lo hace la sustancia letal que se inyecta como resultado de una eutanasia. La única diferencia concreta está en los costos: matar al instante es más barato que sostener con vida por unos días.

Pero quizás el pasaje más ingrato de la columna de Lecueder está cuando desarrolla un símil más que elocuente: “Un joven deportista que sufre un traumatismo que lo deja paralizado desde el cuello, podría si tuviera los recursos suficientes vivir muchos años. Está lúcido, pero no puede moverse. Necesita que lo laven, que lo alimenten, no depende de sí mismo. No siente dolor, pero no quiere esa vida. ¿Acaso alguien la querría?”.

Mejor dicho imposible: solo merezco vivir si disfruto de mis capacidades y soy productivo. La sociedad no está organizada para la solidaridad sino para que cada cual se autoabastezca. Si el azar te depara un accidente invalidante y dejás de ser útil, mejor dar un paso al costado. La existencia como una línea de montaje fabril: el que no sirve a la producción, para afuera. Ese deportista a quien lavan y alimentan podría leer poesía, escuchar música, mirar películas. Podría pensar, recordar, crear y hasta emocionar al prójimo. Pero si no es capaz de competir para ganar medallas, ¿qué sentido tiene que siga viviendo?

Ya doy por hecho que este proyecto inhumano, copiado de países donde la productividad y el goce hedonista importan más que la compasión, será ley. Pero sería bueno que quienes lo defienden elevaran la calidad de sus argumentos. Hay un libro que no muerde: “La eutanasia no es lo que parece” de Miguel Pastorino. Recomiendo descargarlo gratuitamente en https://dialogopolitico.org/libros/eutanasia

¿Encontraste un error?

Reportar

Temas relacionados

premium

Te puede interesar