Madrid, Barcelona, Sevilla y demás grandes ciudades de España fueron durante largas horas escenarios distópicos. Cientos de personas quedaron atrapadas en ascensores; los pasajeros de trenes subterráneos detenidos en los túneles pasaron momentos interminables en la oscuridad total; las calles céntricas naufragaron en el caos generalizado del tránsito al apagarse los semáforos, las computadoras enloquecieron y nadie pudo sacar dinero por el cajero automático ni pagar con tarjeta de débito o crédito. El sistema eléctrico había quedado fuera de servicio en el país entero, mientras en las calles, donde muchos reían y tomaban a broma la extraña situación, otros muchos daban señales de miedo o entraban directamente en pánico.
Una postal más de las tantas que lleva el siglo 21 con paisajes que parecen ficcionales. La primera década comenzó con la escalofriante imagen de los aviones que se incrustaban como dagas en las torres de Manhattan. Durante la primera pandemia global, los humanos vieron por primera vez las calles absolutamente vacías, animales de montes y de bosques deambulando por ciudades fantasmales, el cielo despejado de aviones y aguas normalmente sucias, como las de los canales de Venecia, exhibiendo una transparencia nunca vista.
Ahora, las postales distópicas llegaron desde España. En cinco segundos, quince gigavatios de generación salieron súbitamente del sistema energético, algo que, como explicó el presidente del Gobierno, “jamás había ocurrido”.
Durante largas horas, Pedro Sánchez y otras altas autoridades mantuvieron todas las hipótesis abiertas sobre lo que ocasionó el inédito suceso. En rigor, la duda aun recorre como un fantasma toda España. No se descarta una falla, pero tampoco puede descartarse un sabotaje. ¿Qué tipo de sabotaje puede generar un apagón de esa magnitud? Detrás de esa pregunta se agazapa una palabra compuesta que aterroriza: ciberataque.
De haber sido eso, sería el primero contra un país y sus habitantes. Hasta aquí, la casi totalidad de los casos se daban contra empresas, o bien para robar información o bien para exponer, cambiar o destruir datos sensibles. Pero hay un antecedente de ciberataque de un país a otro país. En enero del 2010, un millar de centrifugadoras que enriquecían uranio en la central nuclear iraní de Natanz, empezaron a fallar misteriosamente.
Alguien había conectado una memoria USB a una computadora. El gusano penetró en el sistema informático de la planta nuclear y tomó el control del 20% de las máquinas que giran a alta velocidad para separar los componentes, y las condujo a la autodestrucción, retrasando en varios años al programa atómico de la República Islámica.
Al gusano cibernético lo bautizaron Stuxnet y, por la sofisticación tecnológica empleada y por el blanco del ataque, todas las sospechas apuntaron a Israel.
Lo que aún no ocurrió en la realidad es un ciberataque contra una ciudad o un país. Una idea de las gravísimas consecuencias que puede tener en una sociedad, fue planteada en la ficción. La serie Día Cero, protagonizada por Robert De Niro, retrata el caos generalizado que puede provocar un ciberataque masivo ejecutado por una conspiración interna.
Ahora hubo una primera postal de lo que podría ocurrir en la realidad cuando pasa lo que mostró la ficción de Netflix. Y el ejemplo español dejó como saldo algunas muertes, pérdidas millonarias y una sensación de pánico recorriendo la sociedad por la incertidumbre sobre lo que estaba sucediendo.
También expuso actitudes miserables, como los esfuerzos hasta absurdos de líderes del PP como Isabel Díaz Ayuso y Alberto Núñez Feijóo, así como también el líder ultraderechista Santiago Abascal, para convertir el suceso en un cadalso político donde ejecutar al gobierno centroizquierdista que encabeza el PSOE.
El caótico lunes dejó una idea de lo que puede suceder si se produce un ciberataque contra un país entero o alguna de sus grandes urbes, aunque no hay certeza de que haya sido un ataque cibernético ni se descarta una falla técnica.
La posibilidad de que la causa del apagón pueda ser simplemente técnica, aunque menos inquietante, no llega a resultar tranquilizador.