En una burbuja

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Era sábado 4 de noviembre. Estaba en mi casa en el interior, en una localidad rural a poco más de 100 km de Montevideo. La mayoría de los vecinos son explotaciones agropecuarias relativamente chicas y sus dueños locatarios viven de su producción. Me había levantado temprano para leer las noticias. El Ache-Bustillo-gate y la inminente llegada del presidente me tenían de lo más concentrada en la lectura del minuto a minuto de las noticias, cuando pasa uno de los vecinos a saludar y me dice: -“qué relajo ¿eh? La verdad que está tremenda la cosa”. -“sí, está complicado”, respondí yo. Y agrega -“Pobre gente. Esto de las inundaciones en el norte es tremendo”.

Por si no lo sabía de antes, caí en la cuenta de que hay todo un país que no se entera, no le importa, ni le interesa el house of cards del mundillo político en el que yo estaba sumergida en ese momento. Y no es que no lean las noticias, es que están pendientes de otro tipo de problemas, podríamos decirles, más tangibles. Me quedé pensando si los que viven en una burbuja son ellos o soy yo.

Pocos días después leí el barómetro mundial de Open Society Foundations, una encuesta que incluyó 30 países publicada en setiembre de este año. Su resultado es sorprendente: uno de cada tres encuestados considera que sus representantes políticos no trabajan en aras del bien común. En Estados Unidos, por ejemplo, solo el 29% piensa que los políticos anteponen el interés general al suyo propio.

Como resultado, aunque el 86% de los encuestados prefiere vivir en un país democrático, esta cifra cae al 57% entre los menores de 36 años (básicamente generación Z y Millennial). Y, por si todavía no se le pararon los pelos de punta, hay más: el 42% de estos jóvenes cree que las dictaduras militares son mejores formas de gobierno y un 35% preferiría vivir en un régimen autoritario.

Eso no pasa allá lejos. Uruguay no es uno de los países de la investigación, pero acá a la vuelta, en Argentina, el 17% cree que la dictadura militar es una buena forma de gobierno y en Brasil un 31%. Estas cifras aumentan a medida que baja la edad de los encuestados.

Los jóvenes no ven claro que la democracia pueda resolver los problemas más importantes que tiene hoy la sociedad y pueda mejorar sus vidas. Directamente, no creen en los políticos.

A diferencia de sus padres, ellos crecieron en democracias cada vez más polarizadas y con altos niveles de violencia política.

No debería sorprendernos. Basta mirar un poquito, allá y acá, para ver que está lleno de políticos que ven en la confrontación y en la división la herramienta perfecta para llegar al po- der. Parece más eficaz fomentar la brecha entre los que piensan diferente, división que no siempre existe en la realidad pero rinde. El viejo “divide y reinarás”.

A la larga, se terminan generando dos burbujas: una con grandes fanatismos funcionales a la búsqueda de ese poder (y una cantidad de espectadores pendientes de lo que pasa ahí); y la otra de desconexión total, aburrimiento y descreimiento de la política, los políticos y, por ende, de la democracia.

Ojalá la campaña electoral del próximo año -que ya se avizora bastante turbia- esté a la altura de la democracia que nuestro país ha construido y sostenido en los últimos casi 40 años.

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