La comunicación, el diálogo, el expresarse, es, sin dudas, algo positivo. Es bueno que haya comunicación entre las personas y en la sociedad, entre los diversos grupos sociales. En una palabra, es bueno que la gente se hable y cuando la gente no se habla es señal de que algo no anda bien entre ellos.
Todo eso es verdad. Pero también es verdad que el silencio, a su momento y en su medida, también es virtud.
Claro que hay que distinguir entre un silencio bueno y un silencio malo. Un silencio enfermo y un silencio sano. Un silencio vacío y un silencio lleno, muy poblado y muy rico.
Hay un silencio vacío: el silencio que se tiende pesado sobe la gente que no tiene nada que decirse o que no tiene ganas de decirse nada.
Silencio enfermizo, que puede ser a nivel de individuos o a nivel público, colectivo: el silencio de un país entero que no tiene quien le hable, que está huérfano de mensaje y de convocatoria, que no es llamado por nadie ni invitado a nada. Silencio vacío y ominoso de los que ignoran cómo se decide su suerte porque las decisiones son secretas y a puertas cerradas.
Silencio de un pueblo que no tiene una voz que hable por él, que lo interprete. Y que no escucha ni siquiera una voz que se dirija a él, que lo interpele, que lo tenga suficientemente en cuenta como para por lo menos dirigirle la palabra.
Pero también hay un silencio bueno, útil, cargado de sentido. El silencio del sosiego, de la reflexión, de la maduración. El silencio que nos permite reconstruir, con los mil pedacitos de la actividad cotidiana desparramada, el sentido y la unidad de nuestra vida.
Y si, lamentablemente, no hay sentido ni unidad, el silencio es quien nos permite darnos cuenta de ello.
El buen silencio nos permite reconstruir el camino recorrido y verificar si realmente vamos en la dirección que elegimos cuando empezamos la marcha o si hemos ido a parar a otro lado totalmente distinto.
Además, el buen silencio hace cesar el ruido, tanto el ruido de afuera como el ruido de adentro -de adentro de la mente y de adentro del corazón- y nos permite volver a escuchar esas cosas que apenas se oyen pero que son tan importantes.
Volver a escuchar como corre un río y cómo se pone el sol. Cómo se vive con dignidad y se muere con grandeza.
Volver a escuchar las palabras de amor, que nunca son discursos grandilocuentes sino que, cuanto más sinceras son, más bajito se dicen.
Hay que buscar el buen silencio de cuando en cuando; hay que procurárselo, defenderlo. Y en su momento salir a caminar por nuestro silencio interior para encontrarnos con nosotros mismos, con lo que somos genuinamente y con lo que siempre quisimos ser.
Para volver a sentir quedo el murmullo de nuestros mejores sentimientos: del amor que nos dieron y nos dan y que no llegamos a oír en medio del barullo de las banalidades de todos los días.
Y del amor nuestro, el que tenemos para dar y todavía sin dar, sincero pero quizás tímido y torpe, que no sabe expresarse y que, por eso, no puede sacar la cabeza sobre el ruido y va dejando pasar una vida sin poder hacerse oír para decir lo que le importa más que nada decir.
Hay que romper el silencio impuesto y recuperar el silencio propio, cultivado, elocuente y reconfortante.