El pasado fin de semana, el artículo de El País abordó la obsesión de mujeres con cirugías y tratamientos estéticos. Nada que ya no sepamos, pero puesto así, todo junto en una nota, da escalofríos. “Nunca es suficiente”, “Siempre hay algo” dicen las protagonistas. La nota se centra en casos de mujeres, pero cada vez más hombres también se suman a esta obsesión por la belleza y miedo a la vejez.
Desde tiempos inmemoriales, la humanidad ha intentado reducir la fragilidad de su existencia, buscando durabilidad y perfección. Quizás en un deseo profundo de dejar de ser solo transitorios.
En el antiguo Egipto y luego en el mundo grecorromano, desde el 3000 a.C. hasta el siglo IV d.C., los libros eran de papiro, objetos delicados que se consumían con su uso, especialmente ante el frío o la humedad. Hasta que en Pérgamo perfeccionaron una técnica que consistía en escribir sobre cuero de animales, dando lugar al “pergamino”, mucho más resistente y duradero, que reemplazó al papiro.
Nuestra piel, como la historia escrita en los antiguos pergaminos, nos revela. Con todas sus marcas y cicatrices, encarna un relato vivo de experiencias y vulnerabilidades. Cada trazo es testimonio de una existencia única, imperfecta pero auténtica. Nacemos como una gran página en blanco, en la que el tiempo va escribiendo su historia, con tachaduras y remiendos, marcas de las alegrías y tristezas, marcas que relatan una vida vivida. Esa hermosa capacidad de convertir en texto el propio cuerpo.
El escritor italiano Vasco Pratolini decía que “la literatura consiste en escribir sobre la piel”, en una metáfora sobre cómo toda experiencia visceral, profunda y que toque las fibras más sensibles del lector, tiene que dejar su huella . Si la literatura -como tantas otras experiencias intensas- no dejan rastro, entonces no nos conecta con nuestra fragilidad e intimidad, que es lo que nos hace profundamente humanos.
Las arrugas, marcas y trazos de nuestra piel transportan mensajes que pueden ser leídos por quien se detenga a leerlos con dedicación. Y como los pergaminos, aquellos primeros libros, son extensiones de la memoria. Testigos imperfectos pero únicos de los momentos vividos, incluso aquellos que nuestra memoria prefiere no recordar.
Querer borrar las huellas de la vida es un intento por controlar esa narrativa personal, de presentar una versión falsa de uno mismo, donde la ficción prima sobre la autenticidad. Porque, hasta el día final, nuestra existencia es una escritura en curso, donde cada marca, cada cicatriz, añade una capa más a la narrativa que somos. La literatura de nuestra vida no está en la búsqueda de la perfección, sino en aceptar y amar cada línea que nos hace quienes somos. Modificándolas, estamos dejando de escuchar nuestra verdadera historia y borrando su sabiduría. Esa que nos dice que la humilde, imperfecta y efímera vida humana merece la pena, a pesar de sus limitaciones y desafíos.
Porque, quizás, al final, el mayor acto de valentía sea aceptar nues- tra historia tal como ha sido escrita por el tiempo y por nosotros mismos -una obra imperfecta, frágil y hermosa-, y comprender que en esa vulnerabilidad reside nuestra verdadera fortaleza.