Cuando comenté con algunos colegas que iba a escribir sobre estos dos conceptos, me miraron con extrañeza. ¿Qué tienen que ver el ego y la innovación? Para mí, todo.
La innovación se suele imaginar como una chispa brillante: el momento “eureka” en que alguien encuentra una solución única a un problema. Esa imagen tiene algo de cierto, pero también de incompleto. Detrás de cada innovación real -ya sea una vacuna, un nuevo proceso productivo o un rediseño organizacional que mejora servicios públicos- hay mucho más que genialidad individual. Hay redes de colaboración, recursos compartidos, acuerdos institucionales, y también, conflictos.
Y ahí entra el ego. Ese impulso humano que nos lleva a pensar “esto se trata de mí” o, en su versión institucional, “esto se trata de nosotros”, basada en una sentimiento de primero yo, luego los demás. A veces basada en un sentimiento de autoestima exagerada, otras en pensamientos de sentirse imprescindibles. La paradoja es que cuando la innovación se vuelve un ejercicio de identidad y prestigio, en lugar de un proceso orientado al impacto, pierde fuerza. Se convierte en competencia por recursos, por reconocimiento, por poder y control vacío.
Hoy, Uruguay atraviesa una etapa crítica. Cambios de gobierno, nuevo presupuesto nacional, rediseño de la institucionalidad vinculada a ciencia, tecnología e innovación. Todo esto abre una ventana de oportunidad, pero también un riesgo. El riesgo de que el ego -tanto de actores individuales como de instituciones- impida la colaboración necesaria. Porque la innovación no se construye desde trincheras.
He sido testigo -y parte- de ecosistemas que funcionaron. Participé en iniciativas donde lo público y lo privado se encontraron, donde las universidades y las empresas se alinearon. Pero también he visto cómo las buenas ideas se frustran por desconfianzas, celos, disputas de poder y falta de incentivos para trabajar juntos. Hoy los desafíos son más complejos, y la sábana presupuestal es corta. No se trata solo de reclamar recursos “para lo mío”, sino de preguntarse: ¿qué combinación de asignación de fondos generará mayor impacto? ¿Estamos midiendo correctamente ese impacto? ¿Quién rinde cuentas? La lógica no puede ser: “yo necesito más porque soy importante”, sino: “estamos dispuestos a colaborar para lograr resultados que justifiquen cada peso invertido”.
El ego no es solo cosa de jerarcas. En muchas instituciones hay técnicos y funcionarios que se han cerrado al trabajo colaborativo. Se protegen, se encapsulan, se resisten. No todos, por supuesto. Pero muchos. Y cuando eso sucede, lo que se pierde no es solo eficiencia: se pierde futuro.
Uruguay necesita fortalecer su pacto para la innovación. Uno donde los roles están claros, donde los liderazgos se midan por su capacidad de articular, no de imponer. Donde los egos se guarden en el bolsillo y se abran los canales para compartir talento, recursos, objetivos. Donde la transformación institucional sea posible, no porque todos piensen igual, sino porque todos se comprometen con algo más grande que sí mismos.
Y ese compromiso no es abstracto: empieza ahora. En las conversaciones que vienen, en la distribución del nuevo presupuesto, en el diseño de indicadores, en los proyectos que se prioricen. El ego puede costarnos oportunidades. La colaboración, en cambio, puede abrirnos caminos.